Baruch Spinoza (1632-1670)

martes, 26 de junio de 2012


Ética III, geométrica y al compás del 2X4


Laura Martín




El espíritu que anima el pensamiento ético-metafísico de Spinoza, tal como queda planteado en la Ética, lejos está de asemejarse al temple de la música del tango. Mientras que la propuesta spinoziana se caracteriza por ser una filosofía de la vida, de la alegría, de la libertad, de la felicidad; la serie de temáticas que suele abordar el tango encuentra en general su fuente de inspiración en la muerte, el odio, la nostalgia, la burla, el desamor. El tango, en palabras de Enrique Santos Discépolo es “un pensamiento triste que se baila”. O, como claramente ilustra Ernesto Sábato “un napolitano que baila la tarantela lo hace para divertirse; el porteño que se baila un tango -en cambio- lo hace para meditar en su suerte (que generalmente es grela) o para redondear malos pensamientos sobre la estructura general de la existencia humana”1.


Spinoza podría haber tenido una visión pesimista del mundo si atendemos en especial a los acontecimientos poco felices que enmarcaron su infancia y su juventud2. Pero cierra su Ética exclamando que, a diferencia del ignaro que vive zarandeado por las causas exteriores, el sabio por ser “consciente de sí mismo, de Dios y de las cosas (…) siempre posee el contento del ánimo” (EV, 42, esc)3.


Sin embargo, a pesar de lo dicho, considero que varias de las proposiciones que completan la tercera parte de la Ética bien podrían conformar todas juntas las estrofas de un tango. O mejor a la inversa, un tango cualquiera podría ser leído con la guía de un mapa trazado hace ya más de trescientos años: Ética III. La extrapolación es concedida por el propio Spinoza puesto que “la naturaleza es siempre la misma” y “son siempre las mismas, las leyes y reglas naturales según las cuales ocurren las cosas” (EIII, prefacio).


Al llegar puntualmente a la proposición 38 de esta parte, un tango en especial ha resonado fuertemente en mi cabeza. Ese tango es Rencor escrito por el poeta y cineasta Luis César Amadori en el año 1932. Y esta proposición dice: “Si alguien comenzara a odiar una cosa amada, de tal modo que su amor quede enteramente suprimido, por esa causa la odiará más que si nunca la hubiera amado, y con odio tanto mayor cuanto mayor haya sido antes su amor” (EIII, 38). El análisis de esta obra desde la óptica spinoziana quizás conduzca, o bien a verificar la adecuación de un orden geométrico al estudio de las pasiones humanas, o bien permita al menos sospechar que Amadori se ha inspirado en Ética III para componer su Rencor.


El tango comienza así:


Rencor, mi viejo rencor, dejáme olvidar la cobarde traición.
¡No ves que no puedo más, que ya me he secao de tanto llorar!
Dejá que viva otra vez y olvide el dolor que ayer me cacheteó...
Rencor, yo quiero volver a ser lo que fui... Yo quiero vivir...



El cuerpo humano -nos dice el filósofo- puede padecer muchas mutaciones, sin dejar por ello de retener las impresiones o huellas de los objetos, y, por consiguiente, las imágenes mismas de las cosas”4. El rencor en este caso es generado por el recuerdo o la imagen de algo que ha afectado al cantor en el pasado, provocando una disminución de su potencia. Y a pesar de que el alma se esfuerza cuanto puede en imaginar las cosas que aumentan o favorecen la potencia de obrar del cuerpo (EIII, 12), él no puede dejar de recordar esa afección, que le produce un sentimiento triste, puesto que una huella sigue presente en su cuerpo. De ahí que una cosa pretérita afecte con la misma intensidad que una presente (EIII, 18). Sin embargo, el grito del final “yo quiero vivir” es la expresión palpable del conatus, del esfuerzo de cada cosa por perseverar en el ser (EIII, 6).


Ahora bien, la traición (cobarde) refleja una actitud de odio contra él, por tanto, siguiendo a Spinoza, este afecto deberá generar en nuestro hombre un odio recíproco.


La siguiente estrofa dice:


Este odio maldito que llevo en las venas me amarga la vida como una condena.
El mal que me han hecho es herida abierta que me inunda el pecho de rabia y de hiel.
La odian mis ojos porque la miraron.
Mis labios la odian porque la besaron.
La odio con toda la fuerza de mi alma
y es tan fuerte mi odio como fue mi amor.



Pues bien, como adelanté, el rencor se identifica con el odio. Aquello que ayer nuestro hombre amó intensamente, hoy odia con la misma intensidad. “El odio -según define el filósofo- es la tristeza acompañada por la idea de una causa exterior”5. Y puesto que “cualquier cosa puede ser, por accidente, causa de alegría, tristeza o deseo”6, la causa es aquí una mujer. Como vimos, según la mecánica de los afectos, construida sobre la mecánica de los cuerpos, la cosa afectante deja en el hombre una huella, que en este caso es semejante a una herida, que por permanecer abierta continúa causandole tristeza. Y este odio, es decir, la tristeza que amarga su vida, se ha vuelto una condena, una incapacidad de obrar, una disminución de su potencia. No sólo esta huella sino la misma idea o imagen de su propia impotencia es lo que entristece al cantor (EIII, 55).


Por otro lado, sabemos por Ética II, que el cuerpo humano está compuesto de muchísimos individuos de diversa naturaleza (EII, Lema 3). Según el relato, el objeto exterior -la dama- ha chocado contra varias de esas partes constitutivas del individuo (sus labios, sus ojos) dejando en cada una de esas partes la imagen de su afección, causándole así antiguo placer, hoy dolor; mientras que, considerado este hombre en su conjunto, el placer de ayer fue regocijo y el dolor de hoy melancolía.



El tango continúa de este modo:


Rencor, mi viejo rencor, no quiero vivir esta pena sin fin...
Si ya me has muerto una vez ¿por qué llevaré la muerte en mi ser?
Ya sé que no tiene perdón... Ya sé que fue vil y fue cruel su traición...
Por eso, viejo rencor, dejáme vivir por lo que sufrí.




La traición es el hecho que provoca que se comience a odiar aquello que se amaba, con odio tan potente como ha sido el amor. La misma mecánica de choque entre los cuerpos puede provocar que por accidente los hombres alteren su sentimientos y pasen de amar a alguien a traicionarlo.


Luego de estas primeras estrofas en las cuales el poeta dedica sus versos al rencor, al odio, a la tristeza, el protagonista del tango emprende un esfuerzo por imaginar lo que aumenta o favorece la potencia de obrar de su cuerpo. Y puesto que se alegra aquel que imagina que aquello que odia se destruye (EIII, 20) o que es afectado de tristeza (EIII, 23), cambia el tono de su voz, frunce el ceño, levanta la mirada, y dice:


Dios quiera que un día la encuentre en la vida llorando vencida su triste pasado
pa' escupirle encima todo este desprecio que ensucia mi pecho de amargo rencor.


Como vimos, la traición es un mal que por odio se le ha inferido a nuestro hombre, lo cual provoca que él odie a su vez a quien lo lastimó. De ese odio, derivan toda una serie de afectos malos como ser la ira y la venganza, por los cuales desea devolver el mal que se le ha hecho (EIII, 40, esc; definición de los afectos 36 y 37). Pero, como advierte Spinoza, esto no hace más que conducir a nuestro hombre a una vida miserable (EIV, 46, esc). Puesto que la alegría surgida de imaginar que una cosa que amamos es destruida o afectada de otro mal, no surge sin alguna tristeza del ánimo (EIII, 47) dado el afecto de la conmiseración.


Finalmente, puesto que una sola cosa puede afectar de distintas maneras, es decir que puede ser causa de muchos y hasta contrarios afectos (EIII, 17, esc), aquí es la misma mujer la causa exterior que afecta a nuestro hombre de alegría, cuando éste la imagina correspondiéndole en su amor, y de tristeza, cuando imagina su traición. Ello explica por qué llegando al final del tango el poeta confiese:


La odio por el daño de mi amor deshecho y por una duda que me escarba el pecho.
No repitas nunca lo que vi' a decirte: rencor, tengo miedo de que seas amor.


Este sentimiento de reconcor solía ser amor; y quien es odiado por aquello que ama, padecerá conflicto entre el amor y el odio, es decir, amará y odiará a la vez (EIII, 40, corolario I), como claramente puede verse en este canto.


Ahora bien, el análisis que he intentado hacer en este trabajo me conduce a una serie de interrogantes que puedo ubicar en un doble registro. Por un lado, respecto a la trama misma que aquí se relata, me pregunto si podemos pensar en la posibilidad de tener afectos de afectos, incluso de aquellos contrarios, y ya no de las imágenes de las cosas. El protagonista dedica tres de las cuatro estrofas del canto a su rencor, ¿será que experimenta cierto regocijo por el odio actual que siente por ese viejo amor? ¿Será que ama a su rencor -y ya no a la dama- como “un cuasi-morboso alimento de la tristeza”7? Spinoza nos dice que el amor y el odio son los afectos mismos de la tristeza y la alegría (EIII, 37, dem) pero, ¿contempla en su estudio geométrico la posibilidad de que podemos odiar nuestra alegría o alegrarnos de nuestro odio?


Por otro lado, si consideramos ya no el juego de pasiones que refleja este tango, sino nuestra propia relación con el objeto artístico, surge otro interrogante, a saber: ¿cómo explica Spinoza la alegría que sentimos al escuchar p.e. la letra lastimosa de un tango o al leer una tragedia de Esquilo o al contemplar un cuadro de Munch, a pesar de la tristeza que expresan estas obras? ¿Cómo se concilia la imitación de los afectos -esto es, la tristeza que experimentamos ante la tristeza de un semejante, por ejemplo, el lagrimón que se pianta ante las últimas palabras de Julieta frente al cuerpo muerto de Romeo- con la alegría que produce el conjunto de la obra artística?


¿Será que consideramos buena la música nostálgica, la literatura trágica, la pintura que grita, por ser nosotros “propensos a una suave tristeza o melancolía” (EIV, prefacio)? ¿O será que nos complace la debilidad de nuestros iguales por nuestra naturaleza, tan proclive al odio y la envidia (EIII, 55 esc)?


Más allá de cuál sea la respuesta a estos interrogantes, es bueno que recordemos, para finalizar, que al menos de la música, del teatro y de cosas similares que no implican perjuicio ajeno alguno, el sabio suele gustoso disfrutar (EIV, 55, esc).


NOTAS


1 Ernesto Sábato, “Tango canción de Buenos Aires” en Estudio Preliminar a Horacio Salas, El tango, Planeta, 1999, p. 15.


2 Recordemos, p.e. la muerte de su madre a la edad de 6 años, a dos de sus hermanos, en su juventud la muerte de su madrastra, dos años más tarde la de su padre, luego la excomunión de la sinagoga, la expulsión de la ciudad, el asesinato de sus amigos de Witt, etc.


3 Las citas de la Ética son tomadas de la versión española de Vidal Peña. Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico (E), introd. trad. y notas Vidal Peña, Orbis Hyspamérica, Buenos Aires, 1983. Indico en números romanos el libro, en números arábigos la proposición, o bien si se trata de un axioma, definición, demostración, corolario, lema, etc.


4 EIII, post II.


5 EIII, 13, esc.


6 EIII, 15. Sin embargo, más adelante Spinoza aclara, cualquier cosa puede odiarse, excepto Dios (EV, 18).


7 Nota 2 de Vidal Peña en Spinoza, Ética..., ed. cit., pág. 248.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Retener la huella en la geometría de los afectos - Claudia María de los Ángeles Aguilar

Las cosas exteriores nos afectan, puedo partir de ese factum, pero ahora, ¿qué sucede después de eso? ¿Qué nos pasa luego de una afección? ¿Cuánto tiempo nos afecta? Según Baruj el cuerpo puede padecer muchas mutaciones, sin dejar de retener las huellas de los objetos, y por eso las imágenes mismas de las cosas. Puedo pensar entonces que una huella es retenida por un tiempo indefinido y, puesto que cuerpo y alma son una sola y misma cosa, la huella corporal que deja un objeto vista desde el atributo de la extensión es la imagen de la cosa, desde el atributo pensamiento. Es así que si el cuerpo experimenta una afección, el alma considera dicho cuerpo exterior como existente en acto, hasta que otra afección excluya la existencia de ese cuerpo, es decir, el alma imagina a la cosa como presente. Es así que no podríamos ser habitantes del planeta llamado Tlon, pues al describir al mismo Borges afirma: “Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlon la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo- que es un sinónimo perfecto del cosmos. Dicho con otras palabras. No conciben que lo espacial perdure en el tiempo” (Borges, J.L., Ficciones, Ed. Alianza, Buenos Aires, 2008, pp.24-25). La propuesta del holandés es la opuesta, la huella podría llegar a ser indeleble al paso del tiempo.
En segundo lugar, una podría pensar que hay una degradación de una afección pasada en comparación con una presente, que al mismo paso de la duración marcha la desintegración de la huella, que el tiempo sería esa ola nocturna que llega a la orilla borrando las marcas del día. En este caso una pasión triste sería pasajera, y eso me sería de gran consuelo; pero  Spinoza me lo arrebata afirmando que el hombre es afectado por la imagen de una cosa pretérita con el mismo afecto de alegría o tristeza que por la imagen de una cosa presente. Parecería que la forma inadecuada de medir la duración, no tiene incidencias en este asunto, pudiendo las agujas del reloj dar tantas vueltas como quieran sin causar modificación alguna. Por lo tanto no hay una degradación del afecto por referirse a una cosa pasada, ésta me puede generar la misma alegría o la misma tristeza que una cosa que me afecte y esté verdaderamente existente en acto. Es como si habitara en un pasado siempre presente, como si se tratase de un vestigio actual independiente de nuestro arbitrio, una huella imperturbable al paso del tiempo.
  Para darle más concreción al asunto tomemos un ejemplo,  en el caso de una pérdida ésta impide considerar lo real de la duración, enfocándonos en aquel afecto a pesar de que disminuya nuestra potencia de obrar, a pesar de que nos entristezca, enfocándonos en la pérdida más allá del paso del tiempo. Me deja entonces como situada en un personaje de Dickens, aquella mujer de Great expectations que tras la pérdida de un ser amado no puede dejar de considerar como presente aquel momento, a pesar de que eso disminuya su potencia de obrar, a pesar de que la tristeza la carcoma en cuerpo y alma. Entonces, ¿así nos encontramos?  ¿Cómo si el reloj hubiese parado a una determinada hora de un tiempo lejano? Al menos cabe la posibilidad de permanecer, al igual que Miss Havisham,  en una habitación fuera del tiempo, inmersos en un pasado-actual que al igual que ella no podríamos superar. En este caso, este pasado no pierde su capacidad de afectarnos, y va tiñendo de un triste tinte amarillo nuestro blanco presente. 
Ahora bien, esto me genera cierto conflicto, porque más allá de la majestuosidad  del holandés para exponer la geometría de los afectos hay que considerar que si las cosas que imagina el alma, si las huellas que retiene el cuerpo, en ciertos casos disminuyen la potencia de actuar, como en el caso ya mencionado de una pérdida ¿Cómo se concilia lo anterior con el hecho de que el alma se esfuerza, cuanto puede, en imaginar las cosas que aumentan o favorecen la potencia de obrar del cuerpo? ¿Es un morbo absurdo entonces el hecho de retener una huella que disminuya la potencia de actuar? ¿No debería el alma esforzarse por acordarse de otras que excluyan la existencia de aquellas? Puesto que esto es lo que se afirma en la proposición XIII ¿Qué pasa si tales cosas que excluyen la existencia de lo que nos entristece no existen? Y esto es más fuerte todavía ya que siquiera la presencia de lo verdadero puede desvanecer la imagen de esa cosa que nos entristece, necesitamos sí o sí de imaginaciones más fuertes que excluyan la existencia de lo que nos produce tristeza. En este ámbito la razón no tiene jurisprudencia. ¿Debemos entonces comportarnos como un Funes memorioso, pero sólo en relación a lo que nos alegra? ¿Es esto posible sin postular una voluntad como facultad en sentido fuerte?
Pensándolo bien, es más que un conflicto es una paradoja, lo cual no tiene nada de terrible. Pues, ¿Quién quiere un pensador sin paradojas? Yo, particularmente ¡No! Permítanme concederle a Kierkegaard que la paradoja es la pasión del pensamiento (aunque acá la palabra pasión tome un sentido  distinto al spinocista), y además, un pensador sin paradojas es un mediocre, cosa de la que nuestro autor está muy lejos.
La posibilidad de retención de la huella se acentúa más aún si consideramos que la facultad de imaginar no es libre, en este caso no hay una voluntad libre otorgada por un Dios trascendente, una voluntad que me auxiliaría y decidiría no imaginar ese cuerpo como presente. No cae bajo la potestad del alma el acordarse u olvidarse de alguna cosa. Esto nos lleva a un nuevo problema, ya que, si bien se plantea que las huellas de los objetos no dependen de un libre arbitrio, y por consiguiente tampoco sus imágenes, ¿Cómo es posible que luego simplemente se afirme que el alma tiene aversión a imaginar lo que disminuye o reprime su potencia y la del cuerpo? Como de hecho sucede en el corolario a la Proposición XIII. Sinceramente es un problema que me excede.
¿A qué nos lleva lo anterior?  Si es que nos lleva a algo, ¿a desarticular la paradoja? No, y no pretendía eso, ni  mucho menos. Es más, varias proposiciones de la cuarta parte de la Ética van atenuando el planteo, y habrá muchas maneras de mitigar la tensión, pero el hecho es que la tensión está. Incluso en esta parte cuando se afirma que a un objeto lo imaginamos a una cierta distancia del presente, aparece la posibilidad de que una pasión quede adherida al hombre.
Buscándole la otra cara al planteo, intento ver si esta luna tiene un lugar claro para poder habitar allí. En un momento mis compañeros me propusieron pensar la misma situación pero en un sentido positivo. Dado el ejemplo de la cosa pretérita que genera la misma tristeza que una cosa presente, ¿podríamos pensar un ejemplo para el caso opuesto? Es decir, si es posible que una cosa pretérita genere el mismo afecto de alegría que una cosa presente. Y paradójicamente esto me entristece porque todavía estoy en la búsqueda de ese ejemplo.
Por otro lado, considerando que varios individuos pueden conformar un único cuerpo, ¿cuáles podrían ser las consecuencias políticas del hecho de que la huella corporal pueda ser retenida por un tiempo indefinido? Si pensamos al Estado como un único cuerpo ¿cuál sería la eficacia de una herida que no subsana? Claramente no se seguiría, al menos de esta parte, una política del olvido.

En la trama de los sueños - Natalia Sabater

¿Conoces los invisibles
hiladores de los sueños?
Son dos: la verde esperanza
y el torvo miedo.
Apuesta tienen de quién
hile más y más ligero,
ella, su copo dorado;
él, su copo negro.
Con el hilo que nos dan
tejemos, cuando tejemos.

Antonio Machado, Proverbios y cantares

  Siguiendo la reflexión del poeta, creo posible afirmar que de la amalgama de afectos que condicionan y motorizan el accionar humano, la esperanza y el miedo son aquellos que se revelan como los hilos fundamentales que entretejen nuestros sueños, nuestros deseos más profundos. Ésta será mi máxima, y partiendo de las definiciones spinozianas de ellos espero poder mostrar la relación particular que los une y, así, su poderoso influjo, tal vez inevitable, sobre la vida de los hombres.
 En el libro III de la Ética, Spinoza los caracteriza como dos afectos- la esperanza, una alegría inconstante, el miedo una tristeza también inconstante- que brotan de la idea de una cosa futura o pretérita de cuya realización dudamos1, definición que nos conduce inmediatamente a la dimensión de lo temporal. Lo que muestra Spinoza es justamente el carácter virtual que los determina, su relación con lo posible, con el futuro: ambos surgen de la idea de una cosa que no es presente ni efectiva, sino que se encuentra en el ámbito del porvenir, de aquello que no es real en este momento, de lo dudoso. Todos aquellos afectos que son pasiones del ánimo se asientan sobre ideas inadecuadas, confusas, mutiladas que, en tanto tales, no conducen al alma a actuar sino a padecer y que por eso nos resultan oscuros. Pero esta característica borrosa y difusa, se acentúa aún más con la esperanza y con el miedo pues su objeto ni siquiera está presente, no nos afecta directamente sino que remite a una cosa irreal, futura, volviéndolos todavía más opacos. Y es ésta una particularidad fundamental de ambos que los hace únicos, que su objeto no puede vivenciarse nunca en el presente sino que remite indefectiblemente a una eventualidad, a un futuro, pero aun así desde aquella oscuridad y tiniebla, desde esa lejanía, ejercen mediante un hilo invisible, una influencia directa sobre nuestra conducta. Su virtualidad es tal que, como nos muestra Spinoza, en cuanto queremos asir estos afectos, en el momento en que podríamos hacerlos palpables, en el punto de su concreción, desaparecen: cuando la esperanza se concreta, cuando su objeto se efectiviza, este afecto como tal se esfuma, dando lugar a uno nuevo- la seguridad- y lo mismo ocurre con el miedo, que en la medida en que se concreta se convierte en desesperación. Son tan volátiles, que sólo existen si impera la duda, y cuando ésta se suprime ellos ya no son, nacen nuevos afectos que surgen de la imagen, ahora concretada, de aquella cosa que hemos temido o esperado. Nunca podemos, entonces, acceder a estos como tales, parecen alejarse a medida que nos aproximamos, como un horizonte que fija al mismo tiempo el rumbo que nos impulsa a seguir. Debemos preguntarnos frente a esto: ¿cómo puede afectarnos de tal manera la idea de algo que no se ha realizado? ¿Cómo puede determinarnos en el presente, un afecto sobre lo futuro? Y podemos responder que esto es posible porque justamente lo que nos hace actuar es aquello sobre lo que no tenemos una certeza inapelable. Si algo es totalmente seguro, nada podemos hacer para cambiarlo y por esto no nos interpela, no nos moviliza: la seguridad representa lo que es, lo dado, aquello sobre lo cual no podemos interceder  y, así, no conduce a la acción, no repercute en nuestra conducta. Aristóteles en el libro II de la Retórica dice precisamente que “nadie delibera acerca de situaciones desesperadas”2 ni, podríamos agregar, totalmente seguras o inmodificables, sino que es la posibilidad, inaugurada por el miedo y la esperanza, por aquellos portadores del futuro, la que intercede en nuestras decisiones.

La verde esperanza es, entonces, aquella promesa que nos impulsa a buscar las cosas que deseamos, que queremos ver realizadas, es ese hilo dorado que mueve a la acción, la pulsión vital que nos invita a perseguir nuestros sueños. Escribe Pablo Neruda: “Mientras tanto,/ nosotros,/ los hombres,/ junto al agua/ luchando y esperando,/ junto al mar,/ esperando./ Las olas dicen a la costa firme: ‘Todo será cumplido’”3 y así nos muestra cuál es justamente la promesa de la esperanza: que todo será cumplido, que ya llegará el momento de ver concretados los deseos que tanto hemos aguardado. Nosotros los hombres, como dice Neruda, a pesar de tener que lidiar contra los infortunios de la vida, a pesar de vivir entre tantas desgracias, luchamos esperando; esperando que el futuro venga a anunciarnos el cumplimiento de aquello bueno. Queremos creer que lograremos lo anhelado, vivimos en esa dulce espera, en esa inocente ilusión que reforzamos cada día al despertar. Y Spinoza nos acerca esta idea cuando señala que por naturaleza estamos constituidos de tal modo que creemos fácilmente lo que esperamos, que afirmamos todo aquello que imaginamos nos afecta de alegría y negamos aquello que tememos, lo que nos afecta de tristeza4. Si bien sabemos lo improbable que resulta la concreción de nuestras aspiraciones, seguimos esperando e intentando, creyendo que es posible. Pero al mismo tiempo, como en el reverso sombrío de una misma moneda, la esperanza, que reviste siempre la forma de una duda, de algo incierto, acarrea también la posibilidad de que esos sueños no sean cumplidos, de fallar en la concreción de los deseos; la esperanza conlleva en sí misma al miedo: al miedo de nunca poder cumplirse, de fracasar en su propósito. Si miramos bien de cerca a la esperanza, si tiramos un poco más fuerte de su frágil hilo, encontramos que está unida a su contrario- al miedo- por un entramado inseparable que, como recuerda Machado, los vuelve eternos compañeros: no puede existir uno sin el otro, se implican mutuamente, se necesitan para ser, pero al mismo tiempo se oponen, son dos hilos distintos de un mismo tejido que por ser virtuales, por ser inciertos, siempre que uno se anuncia, conlleva implícito al otro. Si esperamos algo es que no tenemos seguridad de su realización y que por lo tanto existe el peligro de que no se concrete. Como dice Spinoza, “quien está pendiente de la esperanza y duda de la efectiva realización de una cosa, se supone que imagina algo que excluye la existencia de la cosa futura, y, por tanto, se entristece en esa medida; por consiguiente, mientras está pendiente de la esperanza, tiene miedo de que la cosa no suceda”5. Entonces la esperanza, que contiene al miedo, puede revelarse también como un mal, y así conllevar la fatal desilusión propia de aquel que, por esperar algo vano, conoce la desesperación. En este sentido, a veces deseamos nunca haber tenido esperanza, y especialmente al sentir el miedo de su fracaso, deseamos liberarnos de ella y como dice Borges, rogamos: “Defiéndeme, SEÑOR. (El vocativo/ No implica a nadie. Es sólo una palabra/ De este ejercicio que el desgano labra/ Y que en la tarde del temor- les pido que reparen aquí en temor- escribo./ (…) Defiéndeme de ser el que ya he sido,/ El que ya he sido irreparablemente./ No de la espada o de la roja lanza/ Defiéndeme, sino de la esperanza”6. Ella misma se vuelve no deseable, se convierte en un mal, en una dolorosa burla, que contiene como su otra cara al torvo miedo. Éste por su parte, nos acecha en cada esquina de lo desconocido, acerca la promesa de que puedan materializarse las más temidas pesadillas y nos recuerda la finitud que caracteriza a los hombres, a quienes espera la muerte al final del camino; sin embargo, nuevamente, el miedo también implica la esperanza de escapar a él, implica la posibilidad aún abierta de evitarlo, pues como dice Aristóteles “para sentir miedo es, más bien, preciso que aún se tenga alguna esperanza de salvación por la que luchar”7. Vemos, así, que por más que pueda parecer paradójica, es esta unidad, esta inseparabilidad entre ambos, la que nos motoriza a cada instante: la esperanza nos promete el bienestar, nos otorga la fuerza necesaria para perseguir aquellas cosas que soñamos, y esto al mismo tiempo se ve reforzado por la presencia amenazante del miedo que puede barrer con todo aquello que hemos construido pero que por eso mismo, y al mostrarnos también la fugacidad de nuestro propio ser, continúa impulsándonos a que aseguremos hoy lo más deseado. En el caso de estos afectos uno nunca prima sobre el otro, siempre se dan juntos, pero aun así, esta perpetua fluctuación entre ellos producto de su unidad no nos deja inmóviles, paralizados, sino que- todo lo contrario- modifica directamente nuestra conducta, nos moviliza.

La esperanza y el temor, como todos los demás afectos, pertenecen al universo de los hombres, al ámbito de los modos finitos, a nuestra dimensión humana. Esperamos y tememos pues como dice Spinoza somos ignorantes de las verdaderas causas; pensamos que con nuestras acciones podemos interceder en el curso real de las cosas, cambiar la necesidad de la naturaleza, y por eso nos dejamos llevar por la esperanza y nos abstenemos de actuar a causa del miedo, anhelando poder torcer aquello que ya está dado. Esto para Spinoza es negativo, nos encontramos dominados por los afectos y somos además impotentes para controlarlos. Pero me pregunto, ¿es posible vivir sin esperanza y sin miedo? ¿Cómo sería una vida así? Considero que en la medida en que somos modos finitos y nunca podremos conocer certeramente todas las verdaderas causas, es imposible vivir sin estar condicionados por ellos, sin sentir la influencia de estos dos afectos portadores de lo desconocido. Siempre seremos ignorantes de algo, nos quedará más por saber y esto traerá la duda y con ella la espera de aquello ignorado y también el temor de aquello incierto. Quizás una posibilidad diferente sólo pueda pensarse en el caso de aquel hombre realmente sabio, que conoce más que cualquier otro el verdadero orden: en vistas de esta sabiduría, tal vez podría darse en él una esperanza activa, que consista en una tranquila confianza expectante (inevitablemente acompañada por un viso de duda, pero que en el caso de este hombre sabio será ínfima) y que, en tanto tal, esté desligada del miedo y pueda llevar efectivamente al alma a obrar.
El resto de los mortales viviremos influenciados a cada paso por la esperanza y el miedo. Se les puede imputar, como lo hace Séneca, que por su incansable referencia al porvenir nos arrancan cada día, nos quitan las cosas presentes prometiéndonos las futuras; que “el gran estorbo para la vida es la esperanza, que pende del mañana y pierde lo presente”8. Pero en mi opinión, a pesar de la oscuridad de ambos afectos y de la ignorancia de los hombres, la esperanza y el miedo son los que abren la posibilidad del mañana, en el que una situación diferente a la que ahora vivimos va a existir, en el que llegarán nuevas promesas y nuevos retos; posibilidad que permite una proyección hacia el futuro y posibilita un desanclarse del presente, de lo momentáneo, regalándonos por un instante la eternidad. A pesar de que nos dejamos llevar por ellos, que continúan siendo afectos que hacen padecer al alma, en mi opinión relumbra en ambos un aspecto positivo para la vida de los hombres.
           
                  -Con un poco de temor: espero profundamente que les haya gustado-    






CITAS:
(1)   Spinoza, B., Ética, Parte III, Proposición XVIII, Escolio II, Alianza Editorial, Madrid, 2009.
(2)   Aristóteles, Retórica, Libro II, 1383 a
(3)   Pablo Neruda, Obras Completas, Oda a la Esperanza.
(4)   EIII, Proposición L, Escolio.
(5)   E.III, Definición XIII.
(6)   Borges, J. L., El oro de los tigres, Religio Medici, 1643, Ed. EMECÉ, Buenos Aires, 1972.
(7)   Aristóteles, Retórica, Libro II, 1383 a
Séneca, Diálogos I, De la brevedad de la vida, IX.1., pag. 43, Ed. Lozada. 

lunes, 6 de febrero de 2012

RAZONES DE LA SINRAZÓN - Mariano Cozzi


 Nuestro protagonista aparece en escena frente a un auditorio repleto –de butacas vacías-. Adecuadamente peinado, con pantalón de vestir, camisa y traje, el orador comienza su discurso:

Discúlpenme. Pero este domingo tengo que dar un discurso sobre un tal Spinoza… Yo no entiendo nada... (Se encoge de hombros.) Pero me pagan por esto. Así que, si no les molesta, voy a ensayarlo ahora.
(Se pone de pie y, de costado al público, se coloca una corbata fosforescente y tan ridícula como la nariz roja y payasesca que posa sobre su rostro. Entonces, como si le hablara a otro público, a uno imaginario, recomienza.)
Buenas buenas. Noto sus expresiones de asombro y he de suponer, sin duda alguna, que las mismas se deben a esta pequeña luna roja que llevo prendida a mi nariz. No se alarmen. Como dijo Leibniz (cito): ‘Todo tiene una razón. Cada co-razón la tiene. E incluso cada nariz de payaso’. (Fin de la cita.) Sé, además, que es éste un Congreso en el que se tratan asuntos serios y es por ello, precisamente, que llevo corbata. (Se acomoda la corbata.) Pero al mismo tiempo creo, firmemente, que incluso las más grandes tragedias deben tratarse con cierta ligereza y buen humor. Toda alegría no es, como diría Spinoza, sino un incremento en nuestra potencia de obrar. ¿Qué mejor, pues, que mi discurso provoque al menos algunas sonrisas en ustedes? Lo intentaré, al menos, y comenzaré con mi exposición.
En un primer momento pensé señalar tan sólo los puntos verdaderamente importantes y relevantes de mi hipótesis. Luego, sin embargo, comprendí que debía decir algo. (Al público real.) Aquí me han marcado una pausa debido a que la gente, supuestamente, se reiría... (Se cruza de brazos y hace una pausa larga.) Así, pues, me concentraré en la teoría de los afectos de Spinoza e intentaré probar que, en la misma, inserta en el sistema total de la Ética, una sensación encontrada, contradictoria, alegre y triste a la vez, sería prácticamente inconcebible. Aunque nuestro autor nombre y explique la fluctuación del ánimo creo, sin embargo, que dicha noción no puede ser tratada de modo consistente con el resto del planteo. A menos que, como me arriesgaré a concluir, comencemos a pensar en el conatus como una fuerza múltiple y diversa que englobara distintos y variados aspectos en su interior. Y no se preocupen si esta última frase los confundió un poco. Pues –como ustedes saben y Derrida se ha cansado de demostrar- el sentido de las palabras es como el shampoo: si no hay mucho por lo menos que haga espuma.
Hablando de pura espuma, entonces, creo que ya es hora de adentrarnos en mi trabajo. Pero –como dijo Jack, el Destripador- vayamos por partes.
Todos sabemos que…
Noten que, a la hora de plantear cualquier tema problemático del cual deseamos evitar toda posterior discusión, no hay mejor frase que ésta: ‘Todos sabemos que…’ Intentaré, por lo tanto, evitarla.
Nadie sabe que, en Spinoza, las pasiones se definen a partir de la dinámica del ser humano. No se trata simplemente de representaciones sino, ante todo, de un aumento o una disminución en la potencia de obrar del individuo. Y lo que hace que sean precisamente pasiones, en contraposición a las acciones, es el hecho de que sean sustentadas por ideas inadecuadas. Aquí ya encontramos un punto a favor de nuestro autor. En tanto producto de las ideas inadecuadas, inherentes a todo modo finito, Spinoza debe reconocer que las pasiones nos son inevitables. No puede –ni quiere- adherir a un ideal estoico según el cual el hombre, en principio, podría eliminar por completo sus pasiones. Hasta aquí estoy de acuerdo con Spinoza.
Enseguida, sin embargo, Spinoza olvida que debe estar de acuerdo conmigo y, sin dudarlo, sin siquiera pedirme permiso, afirma que estudiará las pasiones del mismo modo en que nosotros hemos estudiado Geometría. Es decir: copiándose del compañero de al lado. Y, además, de manera rigurosa. Aquí es donde me distancio de Spinoza porque creo que, de este modo, las pasiones se reducen hasta un punto en que dejan de ser tales y pierden, precisamente, su costado irracional e irracionalizable, su veta inconmensurable e ilimitada.
Veámoslo lentamente.
Dejando de lado el deseo, que en la Ética no es más que la conciencia del mismo conatus, podemos afirmar que toda pasión es o bien alegría o bien tristeza. ¿Por qué? Porque, como hemos adelantado, todo afecto se define como incremento o descenso de la potencia de obrar de un individuo. Si se trata de un aumento de dicha fuerza creadora nos encontramos, entonces, frente a una alegría. Si se trata de un decaimiento de esta misma potencia nos hallamos, por el contrario, ante una tristeza. Luego podremos rastrear las diversas causas de estas pasiones y, de acuerdo a ello, clasificarlas y nombrarlas como odio, amor, envidia, etc. Pero el fondo de la cuestión no habrá cambiado en absoluto. Sólo habrá dos clases de pasiones fundamentales: la tristeza y la alegría.
Y ahora, por fin, hemos llegado al grano. Así dijo un dermatólogo.
En este punto podemos preguntarnos si el sistema que propone nuestro autor admite que, en un mismo momento y respecto a una misma causa, un mismo individuo se sienta triste y alegre.
No hay dudas. (Subrayando el inicio de la siguiente frase.) Todos sabemos que Spinoza, en el Escolio de la Proposición XVII del libro tercero de la Ética, afirma la existencia de una disposición del alma tal que brota de dos afectos contrarios, a causa de un mismo objeto, y que se ha dado en llamar fluctuación del ánimo. Nada más claro, al parecer. Pero mi trabajo no podía reducirse a estas inútiles mil palabras sino que, al menos, debía duplicarlas. Algo tenía que inventar. Entonces me pregunté si realmente todos sabemos que Spinoza admite estos sentimientos encontrados. ¿Y si tan sólo lo hemos leído, con esa autoridad que el holandés imprime a sus sentencias, y le hemos creído sin siquiera interrogarnos al respecto? Y entonces comenzó mi indagación.
No me detendré aquí a analizar cada uno de los pasajes en que Spinoza –no lo niego- admite, explícita o al menos indirectamente, el conflicto de ánimo como posibilidad y más aún como realidad inherente al ser humano.[1] Aquel trabajo exegético y académico, que muchos creerán genuinamente filosófico, quedará consignado en una extensa nota al pie que jamás leeré. Admitamos que las notas al pie no están para ser leídas. En este caso, además, hacerlo le quitaría espontaneidad e incluso vitalidad al discurrir de mis ideas. Discurrir que, apartándose por un instante del tema que le concernía, ha comprendido que aquí no sólo se trata de hablar sobre Spinoza sino también, al mismo tiempo, de cuestionar el modo en que se hace Filosofía, el modo en que se cree que debe hacerse Filosofía.
No leeré la nota al pie, en fin, porque prefiero que crean que soy un payaso y no un erudito. Y porque prefiero, simplemente, que crean en mí al menos en este punto. Spinoza, de hecho, admite el conflicto de ánimo en numerosos pasajes. Cabe preguntarse, sin embargo, si dicha sensación encontrada, contradictoria, es posible en el sistema de la Ética.
Recordemos, en primer lugar, que Spinoza es claro respecto a la función que la razón puede llegar a ejercer en relación a los afectos. Es en vano intentar, por este medio, anular las pasiones. Como dijo Borges con su estilo característico (cito): ‘Al que madruga Dios lo ayuda. Pero no por mucho madrugar se ve a las vacas en camisón’. (Fin de la cita.) Del mismo modo nuestro autor, siglos antes, podría haber afirmado que no por mucho razonar se nos quita el deseo de ver vacas en camisón. Lo mismo, desde luego, para cualquier otro deseo o pasión. ¿Por qué? ¿Por qué la razón es tan ineficaz a la hora de erradicar un afecto? Porque, según Spinoza, sólo una pasión puede anular otra pasión.[2] Retengamos esta última afirmación y recordemos, por otro lado, que las pasiones no son, en la Ética, sino el aumento o disminución del conatus. Todo esto me lleva a la conclusión de que, en el sistema de Spinoza, no puede existir una verdadera fluctuación de ánimo, entendida ésta como la existencia de una pasión simultáneamente triste y alegre.
Procuraré explicarme mejor.
Dado que todo afecto se reduce al incremento (i.e.: alegría) o descenso (i.e.: tristeza) de la potencia de obrar de un individuo, todo afecto será, por tanto, o bien lo uno o bien lo otro. Supuestos dos, tres o mil afectos, dado que los mismos combaten entre sí, siempre primará uno u otro y su consecuente aumento o disminución del conatus. No nos encontraremos frente a un conflicto de ánimo, frente a pasiones contrapuestas que conviven en un mismo individuo, sino frente al resultado de un proceso matemático de sumas y restas cuya respuesta final puede ser:
(i) Positiva. Entonces se tratará de una alegría.
(ii) Negativa. Entonces se tratará de una tristeza.
(iii) Cero. Entonces no habrá pasión alguna.
El sistema que creo ver postulado por Spinoza, de este modo, no admite la posibilidad de que una persona esté, a la vez, apenada y feliz. Para nuestro autor se es lo uno o lo otro. Y supongo que no hace falta advertir la inmensa pérdida que conlleva una postura tal. La posición del holandés nos llevaría a plantear, sin ir más lejos, terribles disyuntivas como, por ejemplo, Fernet o Coca-Cola.[3] O pizza o fainá. O lobo o cordero. O jamón o queso. O sexo o amigas. O café o leche. O alcohol etílico o gelatina… (Mira sorprendido al público real.) Y, para resumir, podemos decir que Spinoza hubiera abrazado la famosa frase que luego Carnap, para ejemplificar el uso de la disyuntiva excluyente, hizo suya (cito): ‘Cría cuervos y no criarás ornitorrincos’. (Fin de la cita.)
Nosotros, en cambio, sostenemos lo contrario. Nosotros. Sí. Nosotros. Les pido que me acompañen. Nosotros creemos que se puede tomar Fernet con Coca-Cola, que se puede comer un sándwich de jamón y queso, que en casa de herrero cuchillo de palo, que se puede ser lobo y cordero, que con las amigas bien se puede tener… (Tose como si deseara aclarar su garganta.) En fin. Creemos, en definitiva, que un mismo individuo, en un mismo momento, puede estar triste y alegre a la vez.
Intentaré ser más claro con la ayuda de un ejemplo.
Imaginemos a un pobre sujeto cuya pésima suerte lo hiciera vivir en un eterno martes trece. Una noche, harto ya de su desgracia, decide jugárselo todo en las carreras. Su caballo no sólo no obtiene el primer puesto sino que, además, cae al suelo antes de haber alcanzado la meta, se fractura las patas traseras y debe ser sacrificado. El hombre, abatido por su destino, regresa a su casa y piensa en las inmensas deudas que jamás podrá saldar. Vislumbra seriamente el suicidio como una alternativa posible. En aquel preciso instante se abre la puerta de su hogar. La esposa lo recibe con una noticia aun más fea que su rostro. Le cuenta, sin rodeos, que su padre ha muerto. Nuestro protagonista, en un primer momento, es inundado por una honda pena. De inmediato, sin embargo, recuerda que no tiene madre ni hermanos con quienes compartir la herencia que, por cierto, asciende a unos cuantos millones de dólares. Una felicidad extraña lo embarga, lo acuna lentamente, incluso contra su voluntad, y el hombre repentinamente huérfano, con dos lágrimas que asoman a la cornisa de sus ojos, sonríe.
Spinoza, según hemos demostrado, no debería poder aceptar una situación tal. El sistema de nuestro autor debería postular que, dado que se trata de una pasión, con incremento o descenso del conatus, la batalla entre la alegría y la tristeza debe definirse. Una de las dos debe primar sobre la otra
Me pregunto por qué. ¿Por qué no puede el supuesto individuo sentir, a un mismo tiempo, a causa de la misma situación, alegría y tristeza? Entonces, ¿por qué no sólo nombrar esta contradicción sino, ante todo, involucrarse con ella y aceptar tanto sus consecuencias como las premisas que la posibiliten? ¿Acaso nunca hemos sentido, en nuestra propia alma, frío y calor, lágrimas y sonrisas?
Claro que ya no hablo de alegrías y tristezas, de odios y amores, que puedan anularse mutuamente. No. Hablo de sentimientos que conviven los unos junto a los otros, en una misma persona, en un desequilibrado equilibrio y en una perpetua tensión.[4] Hablo de pasiones que ya no pueden comprenderse como se entienden las rectas, los ángulos y los puntos. Hablo –dirán- de un modo muy poco racional. Pero precisamente a eso me refería. ¿Acaso no intentábamos investigar la parte irracional del alma humana? ¿Por qué, entonces, habríamos de asirla completamente con la razón?
No olviden, además, que soy un simple payaso que prefiere cien pájaros volando a uno en mano. No se alarmen por lo que diga un loco como yo. Pero piensen en ello.
Piensen que, si aceptamos la coexistencia de pasiones contrarias en el alma humana, habría que empezar a pensar que el conatus, esta fuerza creadora que nos impulsa hacia adelante, posee variadas y múltiples facetas y que, mientras decrece alguno de sus aspectos, otro, al mismo tiempo, aumenta. Y no se trataría de una mera duplicidad. De ninguna manera. Así como considero que muchos –quizás infinitos- afectos pueden convivir en el interior de una persona, en constante movimiento, así también creo que la potencia de obrar de un individuo se escinde en indefinidas direcciones, en innumerables aspectos que serán afectados por distintas sensaciones.
El desarrollo de una teoría que comenzara a indagar acerca de las distintas dimensiones propias del conatus, que es impulso, que es esencia humana y puro ímpetu dador de vida, sería simplemente maravilloso. No profundizaré aquí sus consecuencias por cuestiones de tiempo. Y, ante todo, porque sería aun más maravilloso que lo hiciera otra persona.
(Al público real.) Y así concluye. ¿Cómo salió?

Cae el telón.



[Las citas cuya fuente no se especifica en una correspondiente nota al pie son, desde luego, citas ficticias.]


[1] Spinoza admite, explícita o indirectamente, la existencia de sentimientos encontrados en los siguientes pasajes de su Ética:
Parte III, Proposición XXIII, Escolio. Odiar a una semejante, de hecho, nos traería conflicto de ánimo. (Demostrado a partir de la conmiseración. Véase: Parte III, Proposición XXVII.)
Parte III, Proposición XXXI. Amar (u odiar) un objeto que un semejante odia (o ama), de hecho, nos traería conflicto de ánimo. (Demostrado a partir de la imitación o emulación de los afectos. Véase: Parte III, Proposición XXVII.)
Parte III, Proposición XL, Corolario. Amar a quien nos odia, sin duda, nos acarrearía conflicto de ánimo.
Parte III, Proposición XLI, Corolario. Odiar a quien nos ama, a la inversa, nos acarrearía conflicto de ánimo.
Parte III, Proposición L, Escolio. Dada la definición misma del miedo y la esperanza, no puede darse el primero sin la segunda ni, a la inversa, la segunda sin el primero.
Parte III, Proposición LIX, Escolio.
Parte III, Proposición LVI. Dada la diversidad de objetos que nos afectan y los complejos compuestos entre las distintas pasiones, no puede eludirse la existencia de una fluctuación del ánimo.
Nuestro autor, sin embargo, demuestra una de las afirmaciones más importantes de la Ética –i.e.: que no puede odiarse a un semejante- basándose en que, dado que sentimos conmiseración hacia ellos, odiarlos nos produciría tristeza. (Véase: Parte III, Proposición XXVII, Corolario.) Podría pensarse, entonces, que es posible odiar a un semejante únicamente cuando no se lo considera como tal. Continuar la senda de este razonamiento sería sumamente interesante. Pero también podría pensarse que, dado que Spinoza ha aceptado el conflicto de ánimo como una disposición real del alma humana, el hecho de que sintamos tristeza al odiar a un semejante no es prueba suficiente para demostrar que, entonces, no se lo puede odiar. Podría odiárselo al mismo tiempo que se lo ama. Podríamos sentir tristeza al mismo tiempo que alegría. Creo coherente, por tanto, admitir que, en relación a la fluctuación de ánimo y pese a las afirmaciones explícitas que haga al respecto, Spinoza, al menos, vacila.
[2] Véase: Spinoza, B., Ética, Parte III, Proposición XLIII. Allí se afirma que el odio es combatido por el amor. Véase, ante todo: Spinoza, B., Ética, Parte III, Proposición XIII.
[3] Sé que esta disyuntiva no es –como tampoco lo son las que presentaré a continuación- del mismo carácter que aquella que estamos tratando (i.e.: alegría o tristeza), puesto que sus elementos no son opuestos. Se trata, sin embargo, de ilustrar dicha disyuntiva con ejemplos, si no precisos, al menos cómicos.
[4] Me encantaría citar aquí, tan sólo como una pequeña perla, la siguiente frase de Freud: “Las leyes del pensamiento, sobre todo el principio de contradicción, no rigen para los procesos del ello. Mociones opuestas coexisten unas junto a las otras sin cancelarse ni debitarse…” (Freud, S., Obras completas, Conferencia XXXI.)

viernes, 20 de enero de 2012

En busca del cuerpo perdido. Bitácora de un largo viaje II - Valeria G. Rizzo Rodriguez

Una afirmación, una acción, algo elevado, algo puro, lo mejor de cada uno y cada una, lo que hay que cultivar, lo que hay que preservar, de lo que nos jactamos, lo que nos ubica en la cúspide de todas las pirámides, tan cerca de los dioses y los ángeles. Un sí. El alma.
Una negación, una pasividad, algo bajo, algo impuro, lo peor de cada uno y cada una, lo que hay que dominar, lo que hay que reprimir, de lo que nos avergonzamos, lo que nos acerca a la base miserable de cualquier pirámide, tan cerca de los demonios y las bestias. Un no. El cuerpo.
Mi pecado original (¿el de quién no?): que ésta, ésta que soy y dice yo, ésta que es mi alma, tenga un cuerpo. Lo peor: prisionera de mi carne. Bien me lo enseñaron desde pequeña: debo desprenderme, renegar de mi corporalidad, de esta piel y de estos huesos, que pesan como una roca viscosa, sucia y enfangada, que pesan toneladas. Unas toneladas que no me dejan ser lo más excelso de mí: un soplo, una luz, un viento, una inteligencia plena, ¿una diosa? ¿Un ángel, acaso?
¿O más bien nada?
Por todas partes, desde los más profundos arcanos del pensamiento, miles de almas claman por su libertad, luchan por sostener y expandir una conquista locuaz. Miles de almas: desde Platón hasta mi abuela, pasando por el cura del colegio en el que estudié, por mi amigo el arquitecto, que el otro día, tomando unas cervezas, me miró desencajado cuando le dije lo que estoy a punto de decir, y me contestó, con el sentido común visiblemente turbado: “Pero, para mí, bueno, está claro, o siempre pensé, que el cuerpo es un instrumento del alma.” Y yo, al escucharlo, casi caigo y muero. Por un momento creí que Descartes había resucitado. Imposible, pero bastante cercano a la verdad. Casi hasta me tienta decir que al final está híper comprobado lo que él tanto buscaba, o al menos en parte así es. Digo, evidentemente (clara y distintamente) ¡SU alma sí que es inmortal!
Y una vez más, emprendo un viaje, porque yo me siento cuerpo, yo soy cuerpo también, yo cuerpo, cuerpo que no quiere negarse, cuerpo innegable, cuerpo presente. Cuerpo.
Y una vez más, en medio del arduo viaje, me encuentro con alguien, alguien que, a esta altura, ya me es tan familiar, pero que nunca deja de sorprenderme, y cosa rara, siempre gratamente. Alguien que también, pero una época donde quizás era aún más impensable, se afirma cuerpo tanto como alma. Spinoza. Spinoza una vez más, en la trama de este largo viaje.
El alma y el cuerpo son una sola y misma cosa. Terminar con las dicotomías. Con un mundo o ámbito ideal, que nada tiene que ver con y que en mucho supera al mundo o ámbito corporal; un alma que comanda un cuerpo, absolutamente obediente, pasivo. El alma como la acción, el cuerpo como la reacción. Basta. Ni siquiera están unidos, SON lo mismo.
Ya no más el cuerpo como fuente de todos los males de los hombres, como lo puramente pasional, en el peor sentido, como lo que hay que esconder, como lo que hay que reprimir e ignorar. Nadie sabe lo que un cuerpo puede…porque a nadie le interesó jamás saberlo.
Como un mismo texto, pero factible de ser leído en dos registros paralelos. El alma, como la idea del cuerpo existente en acto, no niega dicho cuerpo, más bien lo afirma.
Entonces me alboroto, me enciendo, me muevo. El trayecto se va volviendo más claro, sinuoso, pero disfrutable. Spinoza se me aparece como una nueva propuesta, como un camino adecuado; lo siento en mis pies y en mis manos, como cuando después de la lluvia, salís al campo y hundís esos mismos pies y esas mismas manos en el barro fresco, sucio y renovado. Es esto lo que buscaba, la frescura del filósofo maldito y su envidiable soltura para romper con todas las/sus tradiciones, cada vez que su convicción le dice que están equivocadas.
Pienso en y siento cómo se van actualizando en mí semejantes afirmaciones spinocistas. Ya no tengo que luchar por el imposible de negar este cuerpo, ya no tengo que cubrirlo con el manto del pudor, ya puedo empezar a no tener motivos para ser este cuerpo sede principal del mal y de la culpa. Ya no tengo porqué caer siempre en la misma paradoja: si es mi lastre, si es mi cárcel, por qué no puedo más que llevarlo siempre a cuestas, por qué muero (o desaparezco) si de él me deshago. Ya no tengo porqué sentirme condenada sin razón a cargar con un problema, que buscando que no me constituya, lo hace mucho más de lo que tantos quisieran. Simplemente, ya puedo empezar a vivir, siguiendo de cerca lo dicho por Spinoza en el Prefacio a la Tercera Parte de la Ética, sin el sello de “intrínsecamente viciada” estampado en el frente de mi naturaleza humana.
He aquí el punto álgido de mi viaje, el nudo vital de mi camino. Recuperar mi cuerpo perdido entre tanta tradición dualista, entre tanto lenguaje dualista, entre tanto sentido común dicotomizado y dicotomizante, entre tanta vida cotidiana escindida. Recuperar(me) cuerpo, sabiendo cuán difícil es correrse de esta concepción que nos fractura desde hace tanto ya.
Y justamente, con el recuerdo de esa fractura, aún abierta y difícilmente superada, irrumpe, en medio de la placidez de este viaje, la tormenta. Como un rayo, me atraviesa una paradoja y voy perdiendo la fe en el buen curso que esto parecía ir tomando ¿Cómo empezar a salir de esta paradoja? Cómo le sigo la huella a uno de los pocos filósofos modernos, sino el único (aunque también uno de los más olvidados), que se animó a decirnos que el cuerpo también puede, que nos constituye tanto como nuestra alma. Que a mí, en particular, me dice, me grita, cada vez que lo leo: “¡¿A ver, piba, a ver si te animás a indagar qué es lo que puede tu cuerpo?!”
Y la respuesta, tan simple, es la que, por costumbre (mala costumbre, diría yo) se me escapa. Y me enrosco, y pienso que no hay respuesta, y entonces creo que nada puede este cuerpo. Lo siento ajeno, inaccesible, casi hostil. Inabordable, porque lo pienso y justamente ese es el problema, sólo lo pienso, sólo puedo pensarlo. Y culpo al lenguaje, a la Gramática, a la “ideología del alma”. No encuentro salida, o entrada a este cuerpo. Y siento vértigo, porque me veo al filo de creer que todo está en mi mente, que el cuerpo verdaderamente es un problema, en el mal sentido, que nada puede, que mejor ser monja antes que esclava.
Pero, repentinamente, cuando estoy a punto de abandonar la caminata, cuando estoy a punto de cerrar el libro, la bitácora y callar, porque estoy casi convencida de que nada hay para decir. En ese momento, sentada en los escalones de una de esas escaleras por las que una sube y baja mil veces, como si nada, como si lo importante fuera el fin, la meta, la llegada, como si sentarse en esa misma escalera a conversar fuese perder el tiempo, una mujer, que suele defenderse de mis acusaciones de sabia, me invita a sentarme y me dice lo que en el fondo sabía, pero olvidaba: “En el fondo, Spinoza sabe lo que puede un cuerpo, la respuesta es simple, puede lo mismo que puede el alma” ¡Y claro! ¡Claro! Si son lo mismo.
Y en ese mismo instante siento como, en mí, la dicotomía se destraba, se desarma.
Sin embargo, aunque parezca que acá termina, este viaje no tiene un fin. Es largo y es un viaje, nada más. Un viaje que intenta seguir las leyes de su propia naturaleza.
Yo (y este es un yo nuevo, un yocuerpoalama) soy este viaje, tratando de autodeterminarme, de ser libre, esforzándome cuanto está a mí alcance en conservar, como dice Spinoza, mi ser, mi utilidad. Y porque esto es lo que hago, o al menos intento hacer, es que busco deshacerme de esta idea de la dicotomía, tan inadecuada y tan arraigada, que me lleva, no sólo a mí, sino a todos nosotros, a ser tan causas inadecuadas de lo que sucede, ya sea dentro o fuera de nosotros. Esta idea tan inadecuada que atenta contra nuestra naturaleza, que la repugna y que nos aleja de la verdadera felicidad, que nos somete a un castigo eterno, perdonable solo por una divinidad inalcanzable, que siempre está más allá. Que nos impide formar una verdadera comunidad, donde mujeres y hombres, cada una y cada uno con sus almas y sus cuerpos no siendo más que una sola y la misma cosa, concuerden en su deseo y formen un solo individuo, cuya alma y cuyo cuerpo no sean más que una sola y la misma cosa.