Baruch Spinoza (1632-1670)

viernes, 20 de enero de 2012

En busca del cuerpo perdido. Bitácora de un largo viaje II - Valeria G. Rizzo Rodriguez

Una afirmación, una acción, algo elevado, algo puro, lo mejor de cada uno y cada una, lo que hay que cultivar, lo que hay que preservar, de lo que nos jactamos, lo que nos ubica en la cúspide de todas las pirámides, tan cerca de los dioses y los ángeles. Un sí. El alma.
Una negación, una pasividad, algo bajo, algo impuro, lo peor de cada uno y cada una, lo que hay que dominar, lo que hay que reprimir, de lo que nos avergonzamos, lo que nos acerca a la base miserable de cualquier pirámide, tan cerca de los demonios y las bestias. Un no. El cuerpo.
Mi pecado original (¿el de quién no?): que ésta, ésta que soy y dice yo, ésta que es mi alma, tenga un cuerpo. Lo peor: prisionera de mi carne. Bien me lo enseñaron desde pequeña: debo desprenderme, renegar de mi corporalidad, de esta piel y de estos huesos, que pesan como una roca viscosa, sucia y enfangada, que pesan toneladas. Unas toneladas que no me dejan ser lo más excelso de mí: un soplo, una luz, un viento, una inteligencia plena, ¿una diosa? ¿Un ángel, acaso?
¿O más bien nada?
Por todas partes, desde los más profundos arcanos del pensamiento, miles de almas claman por su libertad, luchan por sostener y expandir una conquista locuaz. Miles de almas: desde Platón hasta mi abuela, pasando por el cura del colegio en el que estudié, por mi amigo el arquitecto, que el otro día, tomando unas cervezas, me miró desencajado cuando le dije lo que estoy a punto de decir, y me contestó, con el sentido común visiblemente turbado: “Pero, para mí, bueno, está claro, o siempre pensé, que el cuerpo es un instrumento del alma.” Y yo, al escucharlo, casi caigo y muero. Por un momento creí que Descartes había resucitado. Imposible, pero bastante cercano a la verdad. Casi hasta me tienta decir que al final está híper comprobado lo que él tanto buscaba, o al menos en parte así es. Digo, evidentemente (clara y distintamente) ¡SU alma sí que es inmortal!
Y una vez más, emprendo un viaje, porque yo me siento cuerpo, yo soy cuerpo también, yo cuerpo, cuerpo que no quiere negarse, cuerpo innegable, cuerpo presente. Cuerpo.
Y una vez más, en medio del arduo viaje, me encuentro con alguien, alguien que, a esta altura, ya me es tan familiar, pero que nunca deja de sorprenderme, y cosa rara, siempre gratamente. Alguien que también, pero una época donde quizás era aún más impensable, se afirma cuerpo tanto como alma. Spinoza. Spinoza una vez más, en la trama de este largo viaje.
El alma y el cuerpo son una sola y misma cosa. Terminar con las dicotomías. Con un mundo o ámbito ideal, que nada tiene que ver con y que en mucho supera al mundo o ámbito corporal; un alma que comanda un cuerpo, absolutamente obediente, pasivo. El alma como la acción, el cuerpo como la reacción. Basta. Ni siquiera están unidos, SON lo mismo.
Ya no más el cuerpo como fuente de todos los males de los hombres, como lo puramente pasional, en el peor sentido, como lo que hay que esconder, como lo que hay que reprimir e ignorar. Nadie sabe lo que un cuerpo puede…porque a nadie le interesó jamás saberlo.
Como un mismo texto, pero factible de ser leído en dos registros paralelos. El alma, como la idea del cuerpo existente en acto, no niega dicho cuerpo, más bien lo afirma.
Entonces me alboroto, me enciendo, me muevo. El trayecto se va volviendo más claro, sinuoso, pero disfrutable. Spinoza se me aparece como una nueva propuesta, como un camino adecuado; lo siento en mis pies y en mis manos, como cuando después de la lluvia, salís al campo y hundís esos mismos pies y esas mismas manos en el barro fresco, sucio y renovado. Es esto lo que buscaba, la frescura del filósofo maldito y su envidiable soltura para romper con todas las/sus tradiciones, cada vez que su convicción le dice que están equivocadas.
Pienso en y siento cómo se van actualizando en mí semejantes afirmaciones spinocistas. Ya no tengo que luchar por el imposible de negar este cuerpo, ya no tengo que cubrirlo con el manto del pudor, ya puedo empezar a no tener motivos para ser este cuerpo sede principal del mal y de la culpa. Ya no tengo porqué caer siempre en la misma paradoja: si es mi lastre, si es mi cárcel, por qué no puedo más que llevarlo siempre a cuestas, por qué muero (o desaparezco) si de él me deshago. Ya no tengo porqué sentirme condenada sin razón a cargar con un problema, que buscando que no me constituya, lo hace mucho más de lo que tantos quisieran. Simplemente, ya puedo empezar a vivir, siguiendo de cerca lo dicho por Spinoza en el Prefacio a la Tercera Parte de la Ética, sin el sello de “intrínsecamente viciada” estampado en el frente de mi naturaleza humana.
He aquí el punto álgido de mi viaje, el nudo vital de mi camino. Recuperar mi cuerpo perdido entre tanta tradición dualista, entre tanto lenguaje dualista, entre tanto sentido común dicotomizado y dicotomizante, entre tanta vida cotidiana escindida. Recuperar(me) cuerpo, sabiendo cuán difícil es correrse de esta concepción que nos fractura desde hace tanto ya.
Y justamente, con el recuerdo de esa fractura, aún abierta y difícilmente superada, irrumpe, en medio de la placidez de este viaje, la tormenta. Como un rayo, me atraviesa una paradoja y voy perdiendo la fe en el buen curso que esto parecía ir tomando ¿Cómo empezar a salir de esta paradoja? Cómo le sigo la huella a uno de los pocos filósofos modernos, sino el único (aunque también uno de los más olvidados), que se animó a decirnos que el cuerpo también puede, que nos constituye tanto como nuestra alma. Que a mí, en particular, me dice, me grita, cada vez que lo leo: “¡¿A ver, piba, a ver si te animás a indagar qué es lo que puede tu cuerpo?!”
Y la respuesta, tan simple, es la que, por costumbre (mala costumbre, diría yo) se me escapa. Y me enrosco, y pienso que no hay respuesta, y entonces creo que nada puede este cuerpo. Lo siento ajeno, inaccesible, casi hostil. Inabordable, porque lo pienso y justamente ese es el problema, sólo lo pienso, sólo puedo pensarlo. Y culpo al lenguaje, a la Gramática, a la “ideología del alma”. No encuentro salida, o entrada a este cuerpo. Y siento vértigo, porque me veo al filo de creer que todo está en mi mente, que el cuerpo verdaderamente es un problema, en el mal sentido, que nada puede, que mejor ser monja antes que esclava.
Pero, repentinamente, cuando estoy a punto de abandonar la caminata, cuando estoy a punto de cerrar el libro, la bitácora y callar, porque estoy casi convencida de que nada hay para decir. En ese momento, sentada en los escalones de una de esas escaleras por las que una sube y baja mil veces, como si nada, como si lo importante fuera el fin, la meta, la llegada, como si sentarse en esa misma escalera a conversar fuese perder el tiempo, una mujer, que suele defenderse de mis acusaciones de sabia, me invita a sentarme y me dice lo que en el fondo sabía, pero olvidaba: “En el fondo, Spinoza sabe lo que puede un cuerpo, la respuesta es simple, puede lo mismo que puede el alma” ¡Y claro! ¡Claro! Si son lo mismo.
Y en ese mismo instante siento como, en mí, la dicotomía se destraba, se desarma.
Sin embargo, aunque parezca que acá termina, este viaje no tiene un fin. Es largo y es un viaje, nada más. Un viaje que intenta seguir las leyes de su propia naturaleza.
Yo (y este es un yo nuevo, un yocuerpoalama) soy este viaje, tratando de autodeterminarme, de ser libre, esforzándome cuanto está a mí alcance en conservar, como dice Spinoza, mi ser, mi utilidad. Y porque esto es lo que hago, o al menos intento hacer, es que busco deshacerme de esta idea de la dicotomía, tan inadecuada y tan arraigada, que me lleva, no sólo a mí, sino a todos nosotros, a ser tan causas inadecuadas de lo que sucede, ya sea dentro o fuera de nosotros. Esta idea tan inadecuada que atenta contra nuestra naturaleza, que la repugna y que nos aleja de la verdadera felicidad, que nos somete a un castigo eterno, perdonable solo por una divinidad inalcanzable, que siempre está más allá. Que nos impide formar una verdadera comunidad, donde mujeres y hombres, cada una y cada uno con sus almas y sus cuerpos no siendo más que una sola y la misma cosa, concuerden en su deseo y formen un solo individuo, cuya alma y cuyo cuerpo no sean más que una sola y la misma cosa.