Baruch Spinoza (1632-1670)

miércoles, 22 de febrero de 2012

En la trama de los sueños - Natalia Sabater

¿Conoces los invisibles
hiladores de los sueños?
Son dos: la verde esperanza
y el torvo miedo.
Apuesta tienen de quién
hile más y más ligero,
ella, su copo dorado;
él, su copo negro.
Con el hilo que nos dan
tejemos, cuando tejemos.

Antonio Machado, Proverbios y cantares

  Siguiendo la reflexión del poeta, creo posible afirmar que de la amalgama de afectos que condicionan y motorizan el accionar humano, la esperanza y el miedo son aquellos que se revelan como los hilos fundamentales que entretejen nuestros sueños, nuestros deseos más profundos. Ésta será mi máxima, y partiendo de las definiciones spinozianas de ellos espero poder mostrar la relación particular que los une y, así, su poderoso influjo, tal vez inevitable, sobre la vida de los hombres.
 En el libro III de la Ética, Spinoza los caracteriza como dos afectos- la esperanza, una alegría inconstante, el miedo una tristeza también inconstante- que brotan de la idea de una cosa futura o pretérita de cuya realización dudamos1, definición que nos conduce inmediatamente a la dimensión de lo temporal. Lo que muestra Spinoza es justamente el carácter virtual que los determina, su relación con lo posible, con el futuro: ambos surgen de la idea de una cosa que no es presente ni efectiva, sino que se encuentra en el ámbito del porvenir, de aquello que no es real en este momento, de lo dudoso. Todos aquellos afectos que son pasiones del ánimo se asientan sobre ideas inadecuadas, confusas, mutiladas que, en tanto tales, no conducen al alma a actuar sino a padecer y que por eso nos resultan oscuros. Pero esta característica borrosa y difusa, se acentúa aún más con la esperanza y con el miedo pues su objeto ni siquiera está presente, no nos afecta directamente sino que remite a una cosa irreal, futura, volviéndolos todavía más opacos. Y es ésta una particularidad fundamental de ambos que los hace únicos, que su objeto no puede vivenciarse nunca en el presente sino que remite indefectiblemente a una eventualidad, a un futuro, pero aun así desde aquella oscuridad y tiniebla, desde esa lejanía, ejercen mediante un hilo invisible, una influencia directa sobre nuestra conducta. Su virtualidad es tal que, como nos muestra Spinoza, en cuanto queremos asir estos afectos, en el momento en que podríamos hacerlos palpables, en el punto de su concreción, desaparecen: cuando la esperanza se concreta, cuando su objeto se efectiviza, este afecto como tal se esfuma, dando lugar a uno nuevo- la seguridad- y lo mismo ocurre con el miedo, que en la medida en que se concreta se convierte en desesperación. Son tan volátiles, que sólo existen si impera la duda, y cuando ésta se suprime ellos ya no son, nacen nuevos afectos que surgen de la imagen, ahora concretada, de aquella cosa que hemos temido o esperado. Nunca podemos, entonces, acceder a estos como tales, parecen alejarse a medida que nos aproximamos, como un horizonte que fija al mismo tiempo el rumbo que nos impulsa a seguir. Debemos preguntarnos frente a esto: ¿cómo puede afectarnos de tal manera la idea de algo que no se ha realizado? ¿Cómo puede determinarnos en el presente, un afecto sobre lo futuro? Y podemos responder que esto es posible porque justamente lo que nos hace actuar es aquello sobre lo que no tenemos una certeza inapelable. Si algo es totalmente seguro, nada podemos hacer para cambiarlo y por esto no nos interpela, no nos moviliza: la seguridad representa lo que es, lo dado, aquello sobre lo cual no podemos interceder  y, así, no conduce a la acción, no repercute en nuestra conducta. Aristóteles en el libro II de la Retórica dice precisamente que “nadie delibera acerca de situaciones desesperadas”2 ni, podríamos agregar, totalmente seguras o inmodificables, sino que es la posibilidad, inaugurada por el miedo y la esperanza, por aquellos portadores del futuro, la que intercede en nuestras decisiones.

La verde esperanza es, entonces, aquella promesa que nos impulsa a buscar las cosas que deseamos, que queremos ver realizadas, es ese hilo dorado que mueve a la acción, la pulsión vital que nos invita a perseguir nuestros sueños. Escribe Pablo Neruda: “Mientras tanto,/ nosotros,/ los hombres,/ junto al agua/ luchando y esperando,/ junto al mar,/ esperando./ Las olas dicen a la costa firme: ‘Todo será cumplido’”3 y así nos muestra cuál es justamente la promesa de la esperanza: que todo será cumplido, que ya llegará el momento de ver concretados los deseos que tanto hemos aguardado. Nosotros los hombres, como dice Neruda, a pesar de tener que lidiar contra los infortunios de la vida, a pesar de vivir entre tantas desgracias, luchamos esperando; esperando que el futuro venga a anunciarnos el cumplimiento de aquello bueno. Queremos creer que lograremos lo anhelado, vivimos en esa dulce espera, en esa inocente ilusión que reforzamos cada día al despertar. Y Spinoza nos acerca esta idea cuando señala que por naturaleza estamos constituidos de tal modo que creemos fácilmente lo que esperamos, que afirmamos todo aquello que imaginamos nos afecta de alegría y negamos aquello que tememos, lo que nos afecta de tristeza4. Si bien sabemos lo improbable que resulta la concreción de nuestras aspiraciones, seguimos esperando e intentando, creyendo que es posible. Pero al mismo tiempo, como en el reverso sombrío de una misma moneda, la esperanza, que reviste siempre la forma de una duda, de algo incierto, acarrea también la posibilidad de que esos sueños no sean cumplidos, de fallar en la concreción de los deseos; la esperanza conlleva en sí misma al miedo: al miedo de nunca poder cumplirse, de fracasar en su propósito. Si miramos bien de cerca a la esperanza, si tiramos un poco más fuerte de su frágil hilo, encontramos que está unida a su contrario- al miedo- por un entramado inseparable que, como recuerda Machado, los vuelve eternos compañeros: no puede existir uno sin el otro, se implican mutuamente, se necesitan para ser, pero al mismo tiempo se oponen, son dos hilos distintos de un mismo tejido que por ser virtuales, por ser inciertos, siempre que uno se anuncia, conlleva implícito al otro. Si esperamos algo es que no tenemos seguridad de su realización y que por lo tanto existe el peligro de que no se concrete. Como dice Spinoza, “quien está pendiente de la esperanza y duda de la efectiva realización de una cosa, se supone que imagina algo que excluye la existencia de la cosa futura, y, por tanto, se entristece en esa medida; por consiguiente, mientras está pendiente de la esperanza, tiene miedo de que la cosa no suceda”5. Entonces la esperanza, que contiene al miedo, puede revelarse también como un mal, y así conllevar la fatal desilusión propia de aquel que, por esperar algo vano, conoce la desesperación. En este sentido, a veces deseamos nunca haber tenido esperanza, y especialmente al sentir el miedo de su fracaso, deseamos liberarnos de ella y como dice Borges, rogamos: “Defiéndeme, SEÑOR. (El vocativo/ No implica a nadie. Es sólo una palabra/ De este ejercicio que el desgano labra/ Y que en la tarde del temor- les pido que reparen aquí en temor- escribo./ (…) Defiéndeme de ser el que ya he sido,/ El que ya he sido irreparablemente./ No de la espada o de la roja lanza/ Defiéndeme, sino de la esperanza”6. Ella misma se vuelve no deseable, se convierte en un mal, en una dolorosa burla, que contiene como su otra cara al torvo miedo. Éste por su parte, nos acecha en cada esquina de lo desconocido, acerca la promesa de que puedan materializarse las más temidas pesadillas y nos recuerda la finitud que caracteriza a los hombres, a quienes espera la muerte al final del camino; sin embargo, nuevamente, el miedo también implica la esperanza de escapar a él, implica la posibilidad aún abierta de evitarlo, pues como dice Aristóteles “para sentir miedo es, más bien, preciso que aún se tenga alguna esperanza de salvación por la que luchar”7. Vemos, así, que por más que pueda parecer paradójica, es esta unidad, esta inseparabilidad entre ambos, la que nos motoriza a cada instante: la esperanza nos promete el bienestar, nos otorga la fuerza necesaria para perseguir aquellas cosas que soñamos, y esto al mismo tiempo se ve reforzado por la presencia amenazante del miedo que puede barrer con todo aquello que hemos construido pero que por eso mismo, y al mostrarnos también la fugacidad de nuestro propio ser, continúa impulsándonos a que aseguremos hoy lo más deseado. En el caso de estos afectos uno nunca prima sobre el otro, siempre se dan juntos, pero aun así, esta perpetua fluctuación entre ellos producto de su unidad no nos deja inmóviles, paralizados, sino que- todo lo contrario- modifica directamente nuestra conducta, nos moviliza.

La esperanza y el temor, como todos los demás afectos, pertenecen al universo de los hombres, al ámbito de los modos finitos, a nuestra dimensión humana. Esperamos y tememos pues como dice Spinoza somos ignorantes de las verdaderas causas; pensamos que con nuestras acciones podemos interceder en el curso real de las cosas, cambiar la necesidad de la naturaleza, y por eso nos dejamos llevar por la esperanza y nos abstenemos de actuar a causa del miedo, anhelando poder torcer aquello que ya está dado. Esto para Spinoza es negativo, nos encontramos dominados por los afectos y somos además impotentes para controlarlos. Pero me pregunto, ¿es posible vivir sin esperanza y sin miedo? ¿Cómo sería una vida así? Considero que en la medida en que somos modos finitos y nunca podremos conocer certeramente todas las verdaderas causas, es imposible vivir sin estar condicionados por ellos, sin sentir la influencia de estos dos afectos portadores de lo desconocido. Siempre seremos ignorantes de algo, nos quedará más por saber y esto traerá la duda y con ella la espera de aquello ignorado y también el temor de aquello incierto. Quizás una posibilidad diferente sólo pueda pensarse en el caso de aquel hombre realmente sabio, que conoce más que cualquier otro el verdadero orden: en vistas de esta sabiduría, tal vez podría darse en él una esperanza activa, que consista en una tranquila confianza expectante (inevitablemente acompañada por un viso de duda, pero que en el caso de este hombre sabio será ínfima) y que, en tanto tal, esté desligada del miedo y pueda llevar efectivamente al alma a obrar.
El resto de los mortales viviremos influenciados a cada paso por la esperanza y el miedo. Se les puede imputar, como lo hace Séneca, que por su incansable referencia al porvenir nos arrancan cada día, nos quitan las cosas presentes prometiéndonos las futuras; que “el gran estorbo para la vida es la esperanza, que pende del mañana y pierde lo presente”8. Pero en mi opinión, a pesar de la oscuridad de ambos afectos y de la ignorancia de los hombres, la esperanza y el miedo son los que abren la posibilidad del mañana, en el que una situación diferente a la que ahora vivimos va a existir, en el que llegarán nuevas promesas y nuevos retos; posibilidad que permite una proyección hacia el futuro y posibilita un desanclarse del presente, de lo momentáneo, regalándonos por un instante la eternidad. A pesar de que nos dejamos llevar por ellos, que continúan siendo afectos que hacen padecer al alma, en mi opinión relumbra en ambos un aspecto positivo para la vida de los hombres.
           
                  -Con un poco de temor: espero profundamente que les haya gustado-    






CITAS:
(1)   Spinoza, B., Ética, Parte III, Proposición XVIII, Escolio II, Alianza Editorial, Madrid, 2009.
(2)   Aristóteles, Retórica, Libro II, 1383 a
(3)   Pablo Neruda, Obras Completas, Oda a la Esperanza.
(4)   EIII, Proposición L, Escolio.
(5)   E.III, Definición XIII.
(6)   Borges, J. L., El oro de los tigres, Religio Medici, 1643, Ed. EMECÉ, Buenos Aires, 1972.
(7)   Aristóteles, Retórica, Libro II, 1383 a
Séneca, Diálogos I, De la brevedad de la vida, IX.1., pag. 43, Ed. Lozada. 

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