Baruch Spinoza (1632-1670)

lunes, 6 de febrero de 2012

RAZONES DE LA SINRAZÓN - Mariano Cozzi


 Nuestro protagonista aparece en escena frente a un auditorio repleto –de butacas vacías-. Adecuadamente peinado, con pantalón de vestir, camisa y traje, el orador comienza su discurso:

Discúlpenme. Pero este domingo tengo que dar un discurso sobre un tal Spinoza… Yo no entiendo nada... (Se encoge de hombros.) Pero me pagan por esto. Así que, si no les molesta, voy a ensayarlo ahora.
(Se pone de pie y, de costado al público, se coloca una corbata fosforescente y tan ridícula como la nariz roja y payasesca que posa sobre su rostro. Entonces, como si le hablara a otro público, a uno imaginario, recomienza.)
Buenas buenas. Noto sus expresiones de asombro y he de suponer, sin duda alguna, que las mismas se deben a esta pequeña luna roja que llevo prendida a mi nariz. No se alarmen. Como dijo Leibniz (cito): ‘Todo tiene una razón. Cada co-razón la tiene. E incluso cada nariz de payaso’. (Fin de la cita.) Sé, además, que es éste un Congreso en el que se tratan asuntos serios y es por ello, precisamente, que llevo corbata. (Se acomoda la corbata.) Pero al mismo tiempo creo, firmemente, que incluso las más grandes tragedias deben tratarse con cierta ligereza y buen humor. Toda alegría no es, como diría Spinoza, sino un incremento en nuestra potencia de obrar. ¿Qué mejor, pues, que mi discurso provoque al menos algunas sonrisas en ustedes? Lo intentaré, al menos, y comenzaré con mi exposición.
En un primer momento pensé señalar tan sólo los puntos verdaderamente importantes y relevantes de mi hipótesis. Luego, sin embargo, comprendí que debía decir algo. (Al público real.) Aquí me han marcado una pausa debido a que la gente, supuestamente, se reiría... (Se cruza de brazos y hace una pausa larga.) Así, pues, me concentraré en la teoría de los afectos de Spinoza e intentaré probar que, en la misma, inserta en el sistema total de la Ética, una sensación encontrada, contradictoria, alegre y triste a la vez, sería prácticamente inconcebible. Aunque nuestro autor nombre y explique la fluctuación del ánimo creo, sin embargo, que dicha noción no puede ser tratada de modo consistente con el resto del planteo. A menos que, como me arriesgaré a concluir, comencemos a pensar en el conatus como una fuerza múltiple y diversa que englobara distintos y variados aspectos en su interior. Y no se preocupen si esta última frase los confundió un poco. Pues –como ustedes saben y Derrida se ha cansado de demostrar- el sentido de las palabras es como el shampoo: si no hay mucho por lo menos que haga espuma.
Hablando de pura espuma, entonces, creo que ya es hora de adentrarnos en mi trabajo. Pero –como dijo Jack, el Destripador- vayamos por partes.
Todos sabemos que…
Noten que, a la hora de plantear cualquier tema problemático del cual deseamos evitar toda posterior discusión, no hay mejor frase que ésta: ‘Todos sabemos que…’ Intentaré, por lo tanto, evitarla.
Nadie sabe que, en Spinoza, las pasiones se definen a partir de la dinámica del ser humano. No se trata simplemente de representaciones sino, ante todo, de un aumento o una disminución en la potencia de obrar del individuo. Y lo que hace que sean precisamente pasiones, en contraposición a las acciones, es el hecho de que sean sustentadas por ideas inadecuadas. Aquí ya encontramos un punto a favor de nuestro autor. En tanto producto de las ideas inadecuadas, inherentes a todo modo finito, Spinoza debe reconocer que las pasiones nos son inevitables. No puede –ni quiere- adherir a un ideal estoico según el cual el hombre, en principio, podría eliminar por completo sus pasiones. Hasta aquí estoy de acuerdo con Spinoza.
Enseguida, sin embargo, Spinoza olvida que debe estar de acuerdo conmigo y, sin dudarlo, sin siquiera pedirme permiso, afirma que estudiará las pasiones del mismo modo en que nosotros hemos estudiado Geometría. Es decir: copiándose del compañero de al lado. Y, además, de manera rigurosa. Aquí es donde me distancio de Spinoza porque creo que, de este modo, las pasiones se reducen hasta un punto en que dejan de ser tales y pierden, precisamente, su costado irracional e irracionalizable, su veta inconmensurable e ilimitada.
Veámoslo lentamente.
Dejando de lado el deseo, que en la Ética no es más que la conciencia del mismo conatus, podemos afirmar que toda pasión es o bien alegría o bien tristeza. ¿Por qué? Porque, como hemos adelantado, todo afecto se define como incremento o descenso de la potencia de obrar de un individuo. Si se trata de un aumento de dicha fuerza creadora nos encontramos, entonces, frente a una alegría. Si se trata de un decaimiento de esta misma potencia nos hallamos, por el contrario, ante una tristeza. Luego podremos rastrear las diversas causas de estas pasiones y, de acuerdo a ello, clasificarlas y nombrarlas como odio, amor, envidia, etc. Pero el fondo de la cuestión no habrá cambiado en absoluto. Sólo habrá dos clases de pasiones fundamentales: la tristeza y la alegría.
Y ahora, por fin, hemos llegado al grano. Así dijo un dermatólogo.
En este punto podemos preguntarnos si el sistema que propone nuestro autor admite que, en un mismo momento y respecto a una misma causa, un mismo individuo se sienta triste y alegre.
No hay dudas. (Subrayando el inicio de la siguiente frase.) Todos sabemos que Spinoza, en el Escolio de la Proposición XVII del libro tercero de la Ética, afirma la existencia de una disposición del alma tal que brota de dos afectos contrarios, a causa de un mismo objeto, y que se ha dado en llamar fluctuación del ánimo. Nada más claro, al parecer. Pero mi trabajo no podía reducirse a estas inútiles mil palabras sino que, al menos, debía duplicarlas. Algo tenía que inventar. Entonces me pregunté si realmente todos sabemos que Spinoza admite estos sentimientos encontrados. ¿Y si tan sólo lo hemos leído, con esa autoridad que el holandés imprime a sus sentencias, y le hemos creído sin siquiera interrogarnos al respecto? Y entonces comenzó mi indagación.
No me detendré aquí a analizar cada uno de los pasajes en que Spinoza –no lo niego- admite, explícita o al menos indirectamente, el conflicto de ánimo como posibilidad y más aún como realidad inherente al ser humano.[1] Aquel trabajo exegético y académico, que muchos creerán genuinamente filosófico, quedará consignado en una extensa nota al pie que jamás leeré. Admitamos que las notas al pie no están para ser leídas. En este caso, además, hacerlo le quitaría espontaneidad e incluso vitalidad al discurrir de mis ideas. Discurrir que, apartándose por un instante del tema que le concernía, ha comprendido que aquí no sólo se trata de hablar sobre Spinoza sino también, al mismo tiempo, de cuestionar el modo en que se hace Filosofía, el modo en que se cree que debe hacerse Filosofía.
No leeré la nota al pie, en fin, porque prefiero que crean que soy un payaso y no un erudito. Y porque prefiero, simplemente, que crean en mí al menos en este punto. Spinoza, de hecho, admite el conflicto de ánimo en numerosos pasajes. Cabe preguntarse, sin embargo, si dicha sensación encontrada, contradictoria, es posible en el sistema de la Ética.
Recordemos, en primer lugar, que Spinoza es claro respecto a la función que la razón puede llegar a ejercer en relación a los afectos. Es en vano intentar, por este medio, anular las pasiones. Como dijo Borges con su estilo característico (cito): ‘Al que madruga Dios lo ayuda. Pero no por mucho madrugar se ve a las vacas en camisón’. (Fin de la cita.) Del mismo modo nuestro autor, siglos antes, podría haber afirmado que no por mucho razonar se nos quita el deseo de ver vacas en camisón. Lo mismo, desde luego, para cualquier otro deseo o pasión. ¿Por qué? ¿Por qué la razón es tan ineficaz a la hora de erradicar un afecto? Porque, según Spinoza, sólo una pasión puede anular otra pasión.[2] Retengamos esta última afirmación y recordemos, por otro lado, que las pasiones no son, en la Ética, sino el aumento o disminución del conatus. Todo esto me lleva a la conclusión de que, en el sistema de Spinoza, no puede existir una verdadera fluctuación de ánimo, entendida ésta como la existencia de una pasión simultáneamente triste y alegre.
Procuraré explicarme mejor.
Dado que todo afecto se reduce al incremento (i.e.: alegría) o descenso (i.e.: tristeza) de la potencia de obrar de un individuo, todo afecto será, por tanto, o bien lo uno o bien lo otro. Supuestos dos, tres o mil afectos, dado que los mismos combaten entre sí, siempre primará uno u otro y su consecuente aumento o disminución del conatus. No nos encontraremos frente a un conflicto de ánimo, frente a pasiones contrapuestas que conviven en un mismo individuo, sino frente al resultado de un proceso matemático de sumas y restas cuya respuesta final puede ser:
(i) Positiva. Entonces se tratará de una alegría.
(ii) Negativa. Entonces se tratará de una tristeza.
(iii) Cero. Entonces no habrá pasión alguna.
El sistema que creo ver postulado por Spinoza, de este modo, no admite la posibilidad de que una persona esté, a la vez, apenada y feliz. Para nuestro autor se es lo uno o lo otro. Y supongo que no hace falta advertir la inmensa pérdida que conlleva una postura tal. La posición del holandés nos llevaría a plantear, sin ir más lejos, terribles disyuntivas como, por ejemplo, Fernet o Coca-Cola.[3] O pizza o fainá. O lobo o cordero. O jamón o queso. O sexo o amigas. O café o leche. O alcohol etílico o gelatina… (Mira sorprendido al público real.) Y, para resumir, podemos decir que Spinoza hubiera abrazado la famosa frase que luego Carnap, para ejemplificar el uso de la disyuntiva excluyente, hizo suya (cito): ‘Cría cuervos y no criarás ornitorrincos’. (Fin de la cita.)
Nosotros, en cambio, sostenemos lo contrario. Nosotros. Sí. Nosotros. Les pido que me acompañen. Nosotros creemos que se puede tomar Fernet con Coca-Cola, que se puede comer un sándwich de jamón y queso, que en casa de herrero cuchillo de palo, que se puede ser lobo y cordero, que con las amigas bien se puede tener… (Tose como si deseara aclarar su garganta.) En fin. Creemos, en definitiva, que un mismo individuo, en un mismo momento, puede estar triste y alegre a la vez.
Intentaré ser más claro con la ayuda de un ejemplo.
Imaginemos a un pobre sujeto cuya pésima suerte lo hiciera vivir en un eterno martes trece. Una noche, harto ya de su desgracia, decide jugárselo todo en las carreras. Su caballo no sólo no obtiene el primer puesto sino que, además, cae al suelo antes de haber alcanzado la meta, se fractura las patas traseras y debe ser sacrificado. El hombre, abatido por su destino, regresa a su casa y piensa en las inmensas deudas que jamás podrá saldar. Vislumbra seriamente el suicidio como una alternativa posible. En aquel preciso instante se abre la puerta de su hogar. La esposa lo recibe con una noticia aun más fea que su rostro. Le cuenta, sin rodeos, que su padre ha muerto. Nuestro protagonista, en un primer momento, es inundado por una honda pena. De inmediato, sin embargo, recuerda que no tiene madre ni hermanos con quienes compartir la herencia que, por cierto, asciende a unos cuantos millones de dólares. Una felicidad extraña lo embarga, lo acuna lentamente, incluso contra su voluntad, y el hombre repentinamente huérfano, con dos lágrimas que asoman a la cornisa de sus ojos, sonríe.
Spinoza, según hemos demostrado, no debería poder aceptar una situación tal. El sistema de nuestro autor debería postular que, dado que se trata de una pasión, con incremento o descenso del conatus, la batalla entre la alegría y la tristeza debe definirse. Una de las dos debe primar sobre la otra
Me pregunto por qué. ¿Por qué no puede el supuesto individuo sentir, a un mismo tiempo, a causa de la misma situación, alegría y tristeza? Entonces, ¿por qué no sólo nombrar esta contradicción sino, ante todo, involucrarse con ella y aceptar tanto sus consecuencias como las premisas que la posibiliten? ¿Acaso nunca hemos sentido, en nuestra propia alma, frío y calor, lágrimas y sonrisas?
Claro que ya no hablo de alegrías y tristezas, de odios y amores, que puedan anularse mutuamente. No. Hablo de sentimientos que conviven los unos junto a los otros, en una misma persona, en un desequilibrado equilibrio y en una perpetua tensión.[4] Hablo de pasiones que ya no pueden comprenderse como se entienden las rectas, los ángulos y los puntos. Hablo –dirán- de un modo muy poco racional. Pero precisamente a eso me refería. ¿Acaso no intentábamos investigar la parte irracional del alma humana? ¿Por qué, entonces, habríamos de asirla completamente con la razón?
No olviden, además, que soy un simple payaso que prefiere cien pájaros volando a uno en mano. No se alarmen por lo que diga un loco como yo. Pero piensen en ello.
Piensen que, si aceptamos la coexistencia de pasiones contrarias en el alma humana, habría que empezar a pensar que el conatus, esta fuerza creadora que nos impulsa hacia adelante, posee variadas y múltiples facetas y que, mientras decrece alguno de sus aspectos, otro, al mismo tiempo, aumenta. Y no se trataría de una mera duplicidad. De ninguna manera. Así como considero que muchos –quizás infinitos- afectos pueden convivir en el interior de una persona, en constante movimiento, así también creo que la potencia de obrar de un individuo se escinde en indefinidas direcciones, en innumerables aspectos que serán afectados por distintas sensaciones.
El desarrollo de una teoría que comenzara a indagar acerca de las distintas dimensiones propias del conatus, que es impulso, que es esencia humana y puro ímpetu dador de vida, sería simplemente maravilloso. No profundizaré aquí sus consecuencias por cuestiones de tiempo. Y, ante todo, porque sería aun más maravilloso que lo hiciera otra persona.
(Al público real.) Y así concluye. ¿Cómo salió?

Cae el telón.



[Las citas cuya fuente no se especifica en una correspondiente nota al pie son, desde luego, citas ficticias.]


[1] Spinoza admite, explícita o indirectamente, la existencia de sentimientos encontrados en los siguientes pasajes de su Ética:
Parte III, Proposición XXIII, Escolio. Odiar a una semejante, de hecho, nos traería conflicto de ánimo. (Demostrado a partir de la conmiseración. Véase: Parte III, Proposición XXVII.)
Parte III, Proposición XXXI. Amar (u odiar) un objeto que un semejante odia (o ama), de hecho, nos traería conflicto de ánimo. (Demostrado a partir de la imitación o emulación de los afectos. Véase: Parte III, Proposición XXVII.)
Parte III, Proposición XL, Corolario. Amar a quien nos odia, sin duda, nos acarrearía conflicto de ánimo.
Parte III, Proposición XLI, Corolario. Odiar a quien nos ama, a la inversa, nos acarrearía conflicto de ánimo.
Parte III, Proposición L, Escolio. Dada la definición misma del miedo y la esperanza, no puede darse el primero sin la segunda ni, a la inversa, la segunda sin el primero.
Parte III, Proposición LIX, Escolio.
Parte III, Proposición LVI. Dada la diversidad de objetos que nos afectan y los complejos compuestos entre las distintas pasiones, no puede eludirse la existencia de una fluctuación del ánimo.
Nuestro autor, sin embargo, demuestra una de las afirmaciones más importantes de la Ética –i.e.: que no puede odiarse a un semejante- basándose en que, dado que sentimos conmiseración hacia ellos, odiarlos nos produciría tristeza. (Véase: Parte III, Proposición XXVII, Corolario.) Podría pensarse, entonces, que es posible odiar a un semejante únicamente cuando no se lo considera como tal. Continuar la senda de este razonamiento sería sumamente interesante. Pero también podría pensarse que, dado que Spinoza ha aceptado el conflicto de ánimo como una disposición real del alma humana, el hecho de que sintamos tristeza al odiar a un semejante no es prueba suficiente para demostrar que, entonces, no se lo puede odiar. Podría odiárselo al mismo tiempo que se lo ama. Podríamos sentir tristeza al mismo tiempo que alegría. Creo coherente, por tanto, admitir que, en relación a la fluctuación de ánimo y pese a las afirmaciones explícitas que haga al respecto, Spinoza, al menos, vacila.
[2] Véase: Spinoza, B., Ética, Parte III, Proposición XLIII. Allí se afirma que el odio es combatido por el amor. Véase, ante todo: Spinoza, B., Ética, Parte III, Proposición XIII.
[3] Sé que esta disyuntiva no es –como tampoco lo son las que presentaré a continuación- del mismo carácter que aquella que estamos tratando (i.e.: alegría o tristeza), puesto que sus elementos no son opuestos. Se trata, sin embargo, de ilustrar dicha disyuntiva con ejemplos, si no precisos, al menos cómicos.
[4] Me encantaría citar aquí, tan sólo como una pequeña perla, la siguiente frase de Freud: “Las leyes del pensamiento, sobre todo el principio de contradicción, no rigen para los procesos del ello. Mociones opuestas coexisten unas junto a las otras sin cancelarse ni debitarse…” (Freud, S., Obras completas, Conferencia XXXI.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario