Baruch Spinoza (1632-1670)

martes, 14 de diciembre de 2010

Con las gafas de Spinoza - Laura R. Martín

En las siguientes líneas me propongo poner de manifiesto algunas dificultades y paradojas con las que me he ido encontrando a lo largo del trabajo de lectura individual y discusión grupal de la Ética demostrada según el orden geométrico.
En este sentido, quisiera comenzar destacando aquella que fue para mí la primera y la más compleja de las dificultades con las que me encontré. Me refiero a la tarea, ardua y lenta, que implicó desentrañar los principios ontológicos de los que parte el autor, a fin de percibirlos con claridad y distinción, sumándose a esa dificultad el constante estado de alerta en el que debía mantenerme para evitar la prevención y la precipitación, es decir, que debía leer sin caer en la confusión de otorgar a los términos y conceptos usados por Spinoza desde el inicio de su obra, la significación que los mismos términos arrastraban desde la tradición. Mi lectura debía por tanto hacer el esfuerzo de soltarse de la involuntaria sujeción a la autoridad (de Aristóteles, de Descartes, etc.) y ensayar una suerte de sublevación que me permitiera incorporar la (re)significación spinoziana a nociones tales como sustancia, accidente, Dios, causa, fin, error, etc. Sin embargo, cabe mencionar que con el devenir de nuestras reuniones nos hemos encontrado, a la manera de condición sine qua non, con la necesidad de aceptar estos principios ontológicos, tal como Spinoza los propone, aunque fuéramos dejando algunos cabos sueltos, si persistíamos en el objetivo que nos reunía de leer y discutir la obra en su totalidad.
Ahora bien, debo en lo que sigue destacar que el intento de superación de esta etapa resultó ser para mí una significativa trampa. El intento de comprender correctamente la ontología del filósofo holandés, me condujo al extremo de una tal asimilación o internalización de la misma que he caído repentinamente en la insólita situación de ver el mundo, a partir de entonces, bajo una única óptica: la spinoziana. Así, desde un momento determinado pero a la vez impreciso todas mis lecturas filosóficas, literarias, periodísticas, y hasta los hechos más cotidianos, podían expresarse para mí en términos spinozianos. Sorpresivamente la aceptación de dichos postulados ontológicos devino en una lectura spinoziana de autores y teorías incluso anteriores al mismo Spinoza.
Para revertir semejante extravagancia, he considerado que esta ilusión óptica podía explicarse en términos de las influencias filosóficas que decantaron en el pensamiento y en la obra de nuestro autor; y a la vez, podía yo estar percibiendo las influencias que el mismo Spinoza habría hecho sobre el pensamiento de filósofos posteriores. Sin embargo, lo peculiar del asunto que destaco es que entre estas posibles influencias, me he topado no sin asombro, con doctrinas filosóficas de notoria oposición entre sí, e incluso algunas claramente opuestas al pensamiento del mismo Spinoza.
 Así, por ejemplo, revisando la historia de la filosofía desde sus orígenes, me encontré releyendo a un Heráclito que repentinamente ¡me sonaba spinozista! El cambio incesante de las cosas del mundo que hace que todo fluya, junto a lo ilusorio de aquello que aparenta permanecer sin cambio alguno, y el orden armónico garantizado por el logos ¿La sustancia?
Más adelante, ¡Platón me sonaba spinozista! Todo el universo fundamentado en la Idea del Bien ¿De nuevo la sustancia? Y a la vez la misión del sabio, o de aquel que retorna a la caverna, de eliminar los prejuicios y las ilusiones de los hombres que viven sumergidos en el mundo de la imaginación.
Lo insólito es que luego, ¡era en Aristóteles que encontraba pensamientos del marrano! “El [nombre] ente tiene muchos significados, pero todos ellos en relación con algo único y con una naturaleza única”[1]. Es decir que el ser es o bien en sí, o bien en otro. Incluso su concepción teleológica o finalística de la naturaleza, notoriamente opuesta al pensamiento de Spinoza, resonaba spinoziana desde momento mismo en que el Estagirita identifica la causa final con la causa formal, siendo ésta inmanente a las cosas mismas ¿Su conatus? Finalmente, me he encontrado frente a ciertos párrafos de la Ética Nicomaquea totalmente ofuscada por una pantalla que me forzaba a una lectura signada por el pensamiento spinoziano. Un ejemplo de ello lo constituye un pasaje en el cual refiriendo Aristóteles a la actividad de la mente como la perfecta felicidad del hombre, nos dice que una vida puramente basada en tal ejercicio “sería [sin embargo] superior a la de un hombre, pues el hombre viviría de esta manera no en cuanto hombre, sino en cuanto que hay algo divino en él[2].
Entre las doctrinas filosóficas posteriores al mismo Spinoza mencionaré, para no extenderme por demás, sólo un aspecto de una de aquellas en las cuales nuevamente y ya por demás sobresaltada frente a esta situación, me sorprendí interpretando lo leído bajo un halo spinoziano, me refiero ahora a otra propuesta ética, esta vez la kantiana. Así, en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant nos dice grosso modo que la “voluntad santa” es aquella buena voluntad que realiza la ley moral de una manera espontánea, por lo tanto es libre y no constreñida, puesto que en ella deber y querer coinciden. Obra por deber siguiendo la ley en sí misma.[3]

Cabe hacer aquí una aclaración. Lo que pretendo en estas líneas es meramente la reflexión de una situación estrictamente personal acerca de mi experiencia con la lectura de la Ética. No estoy afirmando que haya una identidad entre estas doctrinas filosóficas y la de nuestro autor, puesto que una afirmación tal requeriría al menos una  fundamentación con cierta rigurosidad; y lo que aquí pretendo es simplemente reflejar los avatares particulares por los que he ido avanzando a lo largo de la lectura de la Ética, y de su puesta en debate.

Dada esta incomodidad de encontrarme haciendo lecturas spinozianas de obras que no lo eran, ha resurgiendo en mí esta extraña sensación, de la cual con esfuerzo he intentado apartarme, de ver el mundo como si fuese a través de gafas pulidas por las manos del mismísimo marrano. Tal como se vale Paton para ilustrarnos la gnoseología kantiana[4] de la propuesta de imaginar que los hombres nacemos con unas gafas azules con las cuales “azulamos” el mundo al percibirlo, del mismo modo, creí yo haber obtenido a partir de la lectura minuciosa del texto de Spinoza, gafas, pero esta vez no innatas sino confeccionadas especialmente para mí por el autor de la Ética.

II
La segunda de las apremiantes consecuencias de la lectura, comprensión y asimilación de la obra mencionada, y que quiero poner aquí de relieve, tuvo lugar respecto a una ingenua pero persistente sospecha de que el extenso abanico de problemas filosóficos encontraba de alguna manera una resolución (o tal vez una disolución) en el planteo filosófico spinoziano, dada justamente su ontología. Problemáticas tales como el paso de lo finito a lo infinito, o de las relaciones entre el cuerpo y el alma, por mencionar sólo algunas, conseguían resolverse en la totalidad absoluta, la cual resulta ser una suerte de red de la que emanan o se siguen sus modificaciones, y en la que a la vez todas ellas finalmente se diluyen.
Ahora bien, esta consideración de la filosofía del judío me condujo a una problemática particular, que el mismo autor se propone explicitar a partir del libro II de la Ética. El tema al que hago referencia es la pregunta por la efectiva posibilidad que los hombres tenemos de gozar de la beatitud o felicidad suprema. Ésta es una cuestión que parecía evadirse de mi lectura de resolución en la disolución, puesto que revelaba una llamativa paradoja.
Precisamente, dadas las condiciones ontológicas en las cuales los hombres somos situados por el autor, a saber: - como inmersos en una red de causas o leyes necesarias y eternas que escapan por completo a nuestro conocimiento y potestad; - como modos finitos que, en tanto partes de la totalidad sustancial, padecemos mayoritariamente por causa de la afección de cuerpos exteriores sobre el nuestro; - que estos choques entre cuerpos, considerados desde plano de los afectos, generan en los hombres pasiones, tanto tristes -odio, miedo, envidia-, como alegres -amor, aprobación, esperanza-, haciendo que el ánimo fluctúe de un momento a otro por desconocer precisamente el orden de causas que nos atraviesan y atravesarán a lo largo de nuestras vidas. Por todo ello, entiendo que se sigue que los hombres estamos inhabilitados naturalmente para gozar de una felicidad plena, convirtiéndose ésta un ideal inalcanzable. Puesto que la felicidad consiste precisamente en la autoconservación de la propia vida y, sin embargo, “la fuerza con que el hombre persevera en la existencia es limitada, y resulta infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores”[5] (EIV, 3). Al mismo tiempo, cualquier esfuerzo por intentar gozar de esta felicidad implica necesariamente la incongruencia de disolver nuestras particularidades en beneficio de la totalidad. Es decir que, su búsqueda se vuelve para los hombres una suerte de “suicidio”, de desenlace de aquel ámbito cotidiano de los hombres -la imaginación-, que si bien es el terreno propio de la duración y la corporalidad, es también aquel en el cual nos identificamos o  particularizamos.
De todos modos, cabe destacar que Spinoza reserva para los hombres la posibilidad de gozar de una suprema felicidad. Y a esa enseñanza dedica gran parte de sus obras tanto ético-metafísicas como políticas. Ahora bien, él mismo concibe a la felicidad, no como inalcanzable, pero sí como un logro “arduo”, “difícil y “raro”. Puesto que la misma está ligada estrictamente al conocimiento de uno mismo, es decir, de la propia esencia, y a su conservación con la mayor potencia posible. A su vez, dada la inmanencia de Dios en el mundo, conocernos implica conocer la divinidad sustancial y al orden legal de la naturaleza. Y, este conocimiento de Dios, lejos de provocar la disolución de los hombres, permite el aumento de su potencia y la posibilidad de afirmarnos como verdaderamente existentes. Así, aunque se borren nuestras huellas particulares, al conocer, los hombres no dejamos de ser sino que, por el contrario, nos inmortalizamos[6]. En palabras de Gebhardt, “sólo con el conocimiento supera el hombre las pasiones y llega a ser libre. En el conocimiento reside la unión con Dios, la realización del infinito en lo finito”[7].
Esta felicidad suprema, este mayor contento del ánimo, dista mucho del lábil regocijo que cada uno de los hombres pueda encontrar particularmente en los bienes materiales, los honores, las riquezas. Mientras este último es frágil, efímero y esclavizante, la primera nos vuelve libres y virtuosos. ¿De qué nos libera? De los prejuicios y ficciones que se forjan los hombres a partir de su mirada parcializada del mundo.

Finalmente, lo que quisiera destacar respecto a esta segunda impresión de la lectura de la Ética, de creer que el abanico de problemas filosóficos se disolvía en Spinoza, es que esta sospecha ha perdido la fuerza con la que primariamente surgió al encontrarme con una problemática en la cual la propuesta spinoziana no es, como pretendo exponer, intuitivamente sencilla de comprender, y muchos menos fácil de poner en práctica, permitiéndome esta problemática hacer lecturas más críticas de la obra de filósofo holandés.

A modo de conclusión, he notado, a lo largo del trabajo de lectura y discusión de la obra, que si bien la Ética es un libro que invita a ser leído y cautiva rápidamente la mirada, no consiente a ningún lector desatento, ni a ninguna lectura ligera e ingenua, puesto que enseguida lo convierte a uno en presa de un sin fin de extravagancias. Es por ello que destaco la importancia de la lectura en conjunto, puesto que quienes me acompañaron en esta tarea obraron como vigías cautelosos que han velado atentamente mi lectura.



[1] Aristóteles, Metafísica, introd. trad. exposiciones sistemáticas e índice Hernan Zucchi, DeBolsillo, 2004, IV (GAMMA) 1003 a35, p.
[2] Aristóteles, Ética Nicomaquea, trad. y notas Julio Pallí Bonet, X, 7, 1177 b25 ss. La cursiva es mía.
[3] Véase, Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, estudio introductorio y análisis de las obras Francisco Larroyo, octava edición, Porrúa, México, 1995. Cap. IV.
[4] Cf. H. J. Paton, Kant’s Metaphysic of Experience, London, Allen & Unwin, 1951, I, pp. 166, 168-169.
[5] Todas las citas de la Ética (E) están extraídas de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, introducción, traducción y notas de Vidal Peña, Orbis, 1983. 
[6] Véase, Gebhardt, Spinoza, trad. Oscar Cohan, Losada, Buenos Aires, 2008.
[7] Gebhardt, op.cit, pp. 144-145.

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