Baruch Spinoza (1632-1670)

martes, 14 de diciembre de 2010

EL SUICIDIO DE SPINOZA - Mariano J. Cozzi

El siguiente trabajo abordará la problemática del suicidio en la filosofía de Spinoza, pero lo hará desde una escritura –y por tanto desde una perspectiva- literaria. Esto último se debe principalmente a dos convicciones personales.
En primer lugar, creo firmemente que pueden abordarse temáticas filosóficas desde una mirada literaria, a partir de cuentos, novelas o poesías que, sin menoscabar la filosofía ni hacer de ella algo mediocre, pueden, en cambio, llegar a cierto público que jamás se hubiese interesado por un tratado o una monografía estrictamente académica. Una manera metafórica y narrativa es, además, sumamente efectiva. Es decir que, si uno busca transformar la realidad que lo rodea y en especial a las personas con las cuales necesaria y constantemente se convive, es muy útil llegar a ellas por el camino invisible de los sentimientos, de las analogías y los sucesos cotidianos, por el camino implícito y tácito que no se dice (pero se grita), y no sólo mediante argumentos lógicamente correctos.
En segundo y último lugar, considero que la escritura literaria permite una mayor apertura al diálogo, a la posterior discusión y problematización de todo lo que se ha escrito. A través de diversos personajes, el autor puede expresar proposiciones contradictorias sin contradecirse a sí mismo, tan sólo para mostrar la ineludible ambigüedad de la noción o temática en cuestión. Sus afirmaciones, además, expresadas en el modo de la ficción, no son tan perentorias ni concluyentes y se puede, de esta forma, hacer de la verdad una construcción colectiva, en la cual cada uno se reconoce, simplemente, como mero obrero, como quien tan sólo aporta un ladrillo y cede su obra para que otro la continúe.
Por esto no debe entenderse que rechazo toda otra manera de hacer filosofía. Muy por el contrario. Pero en esta ocasión –y acaso procurando una posición en clara disidencia con la estructura e incluso el lenguaje que caracteriza a Spinoza- he elegido el modo literario.
A continuación, pues, ofreceré el cuento intitulado:

EL SUICIDIO DE SPINOZA

El doctor Lodewijk Meyer entró a la pequeña habitación y quedó paralizado en el acto, sus brazos colgando inertes a ambos lados de su cuerpo rígido y tieso, su mirada perdida y al mismo tiempo fija sobre el cadáver de su amigo. Allí, frente a sus incrédulos ojos, estaba Spinoza. O al menos su sombra, aquella difusa estela que había dejado tras su paso, aquel delgado y débil cuerpo que yacía postrado sobre la enclenque cama de madera. ¿Qué habrá sido de su alma?, fue lo primero que pensó Meyer. ¿Por dónde andará? ¿Qué se hace ahora con el paralelismo?, se preguntó. Pero observó su entorno y creyó descubrir también allí, disperso entre la biblioteca, algunos lentes pulidos y unas cuantas hojas manuscritas, a su fiel compañero. ¿Por dónde andará?, volvió a indagar en voz alta. Pero tan sólo escuchó la respuesta silenciosa del viento que aún penetraba en el cuarto a través de la puerta abierta.
Junto con aquella corriente de aire, segundos más tarde, Hendrick van der Spyck ingresó a la habitación. Su primera reacción fue un grito ahogado, un aullido mudo que se atragantó en su garganta y agujereó su corazón.
-¿Qué…? ¿Qué sucedió? –alcanzó a tartamudear. Pero enseguida hubo de sostenerse de una silla, pues tambaleaba y estaba a punto de desmayarse.
-No lo sé. Acabo de llegar –le respondió el doctor mientras corría a ayudarlo-. Lo encontré allí. O… O mejor dicho no lo encontré… -suspiró ensimismado.
-Pero… ¿Qué habrá ocurrido? ¿Acaso…? -. Pero van der Spyck, el pintor, no pudo concluir la frase, pues no se atrevía siquiera a mencionar semejante acontecimiento. Se detuvo, respiró hondo y procuró reiniciar su pregunta -. ¿Acaso se habrá suicidado? –murmuró al fin, su voz convertida en un hilillo de sangre apenas audible.
Lodewijk Meyer negó repetidas veces con su cabeza.
-Aunque lo hubiera hecho jamás podríamos confesarlo –sentenció-. Aquel acto echaría por tierra todo su pensamiento. La vida del filósofo destruiría su filosofía.
-¿Por qué?
-Porque el suicidio, según Spinoza, es imposible.
-Pero… ¿Cómo? –protestó van der Spyck-. ¿Y toda esa gente que…? -. Se interrumpió, aún conmocionado, y se limitó a deslizar el dedo índice sobre su propio cuello al tiempo que bajaba sus párpados e inclinaba la cabeza hacia un costado, como un peso muerto
-Esa gente no se suicida. Lo creen, equivocadamente, pero es imposible. Nuestro amigo… –balbuceó el doctor, sin atreverse siquiera a mirar hacia el sitio donde descansaba el cuerpo del filósofo. Enseguida tosió, como si necesitara aclarar la voz (o tal vez contener alguna lágrima que pujaba por brotar desde sus pupilas), y firme, con una firmeza que intentaba ocultar la triste vacilación, continuó: -Nuestro amigo habría asegurado que todas esas personas no actúan. Él habría dicho que sólo se dejan arrastrar por las pasiones, por los sentimientos, y así, la muerte los encuentra, los atrapa… Pero es una muerte ajena, lejana. Una muerte que no se imponen a sí mismos sino que les cae desde afuera, como un felino que se arrojara desde lo alto de un árbol sobre su presa. Ellos mueren, simplemente, pero no se matan. Matar implica más, mucho más. Matar es un acto y todo acto debe ser producto de la razón, no de las pasiones.
-No entiendo. ¿Acaso la razón no podría conducir al suicidio? –insistió el pintor-. ¿Acaso contemplar este mundo en su totalidad, sabiendo todo cuanto ocurre en él, no podría seducirnos hacia el abismo de la nada?
-Jamás. Al menos así lo entendía Spinoza –se defendió Meyer-. ¿Cómo podría la razón proponer semejante acto? Es imposible. El universo entero es racional, ¿no lo ves? –indagó señalando su entorno, procurando abrazar con sus brazos extendidos todo cuanto se encontraba a su alrededor-. Nosotros somos racionales. Sí… También nosotros… -musitó-. Y nuestra razón se expresa en nuestra esencia, en nuestro conatus, en nuestro afán por vivir y vivir siempre más, más aún. Todos nosotros intentamos aferrarnos a la existencia con uñas y dientes. El mundo entero procura expandirse sobre la línea de la vida, extenderse y nunca extinguirse. Eso es la razón, eso es lo que ella ordena. Lo sabías, ¿verdad?
El otro dudó durante algunos segundos.
-Ven. Acompáñame –lo invitó Meyer, impaciente-. Ven -insistió tomándolo de la mano y obligándolo a moverse. Ambos hombres avanzaron hacia la mesa y se inclinaron sobre algunas hojas manuscritas que se encontraban allí. Tras largo rebuscar entre ellas, el doctor encontró lo que buscaba y, con un nuevo brillo en sus ojos, triunfante, exclamó: -¿Lo ves? Mira –lo exhortó. Y, acto seguido, leyó:
“Cada cosa…”
Pero enseguida se detuvo, asustado, y se volteó hacia el cadáver, pues creía haberlo oído hablar. Habrá sido el viento, pensó para sus adentros sacudiendo la cabeza. Y reinició la lectura:
Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser.[1]
-¿Lo ves? ¿Puedes verlo? Eso es la razón. Y esa es nuestra razón –afirmó Meyer, extasiado. Y de inmediato saltó a la siguiente línea:
El esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma.[2]
-¿Entiendes? Y…
-No, espera –lo interrumpió el retratista-. No leas más, por favor. Cada vez que lo haces siento que… -. Se detuvo y, con dedo tembloroso, señaló el cadáver -. Como si reviviera –añadió a modo de explicación.
-Bien, bien –condescendió el otro-. ¿Pero entiendes? Si nos guiamos por la razón, que es la única manera en que podemos actuar, ella nos obligará necesariamente a permanecer vivos. Y más aún: nos obligará a acrecentar nuestra vitalidad, nuestra fuerza, nuestro ímpetu. No podemos matarnos… Sólo morir –dijo al fin, observando furtiva y momentáneamente a su amigo y compañero. Luego, entristecido, agachó su cabeza, dispuesto a irse.
-Espera –lo detuvo van der Spyck-. ¿Y si  se tratara de un verdadero acto racional? ¿Y si afirmáramos que Spinoza se suicidó precisamente por seguir a su razón hasta las últimas consecuencias? ¿Y si dijéramos que lo hizo justamente para elevar su potencia al máximo punto posible?
-Pero… Pero… -tartamudeó su interlocutor, confundido-. Pero eso es imposible.
-No tanto –dudó el otro-. Tal vez Spinoza fue verdaderamente racional. Quizás exageradamente racional. Tal vez él, como sólo pocos hombres han podido hacer, comprendió que no hay acto más racional que el suicidio…
-No… No puede ser…
-Espera. Escúchame. No hablo de cualquier suicidio. Tal vez sólo haya sido la tuberculosis… ¿Pero acaso no es cierto, también, que nuestro amigo se suicidó poco a poco, día a día, para alcanzar el conocimiento que pudiera ayudar al resto de la humanidad? ¿Acaso no ha arriesgado su propia piel al publicar sus escritos? ¿Acaso no ha vivido frugalmente en pos de su obra? Tal vez haya sido a causa de la razón, ¿no lo crees? Tal vez Spinoza comprendió que el hombre, como modo, como parte de la Sustancia, debe entregarse a ella, debe donarse y darse por ella. ¿Qué otro acto más racional?, ¿qué otro acto podría permitirnos acrecentar de aquel modo nuestra potencia? Ninguno –sentenció-. Sólo la entrega a la totalidad. Puedes llamarla como quieras, puedes llamarla Humanidad, Dios, Estado, Naturaleza, Universo, Vida, Todo o Nada, pero, de cualquier modo, lo único importante es la donación. El suicidio, bien entendido. El empaquetarnos y rodearnos con un bello moño para, así, regalarnos.
-¿Regalarnos?
-Regalarnos, brindarnos, donarnos a una instancia superior. Y así formar parte de ella. Suicidarnos para vivir aún más. Sumergirnos en la más honda oscuridad para resurgir de ella como el fénix, como ardientes llamaradas.
-Pero entonces no hay muerte. Hay acto: se mata. Pero nadie muere. Ya no hay suicidio.
-No  -lo contradijo el pintor-. Aún hay muerte. Quien muere es el individuo, el individuo que se entrega en pos de la totalidad.
-Pero el individuo… ¿Qué es el individuo? No, no… -musitó Meyer, confuso y negando una y otra vez con su cabeza-. No. Esto es demasiado complejo. Además… –añadió con un gesto de desdén. Pero se interrumpió, indeciso.
-¿Además? –lo apuró el otro.
-Además Spinoza nunca dijo nada acerca de todo esto.
-Es cierto –admitió Hendrick van der Spyck-. Pero no importa tanto lo que Spinoza haya dicho sino lo que nosotros podemos decir de él, con él, contra él, a partir de él, ¿no?
-Puede ser… Puede ser… -aceptó al fin el doctor, un tanto resignado, un tanto convencido y otro tanto cansado y aburrido-. Pero el tema del suicidio mejor no lo mencionemos.
-Es demasiado complejo –apoyó el pintor-. No lo entenderían.
-Lo mejor será culpar a la tuberculosis.
-Será lo mejor, sin duda.
Y ambos se marcharon, cabizbajos y pensativos.



[1] B. Spinoza, Ética, Parte III, Prop. VI.
[2] B. Spinoza, Ética, Parte III, Prop. VII.

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